martes, 18 de marzo de 2008

CARTA DE JUAN

CARTA DE JUAN


El hombre de la larga túnica y barba blanca, se sentó en el banco que estaba frente al campo de fútbol, dejó su cayado apoyado contra el muro contiguo y se puso cómodo, dispuesto a disfrutar el partido que disputaban unos chavales de corta edad. El campo estaba vacío, únicamente se encontraban los jugadores de ambos equipos y el árbitro, que en esta ocasión iba vestido de un blanco inmaculado. El hombre que mediaba en la contienda, llevaba un silbato en los labios, sopló una vez con fuerza, sosteniendo el aire en sus pulmones y dejándolo escapar lentamente, el pitido fue largo y sonoro. Los jugadores se replegaron y se dirigieron hacia el banco, donde se encontraba sentado el único espectador del partido, era la media parte.
Unos de los chavales, rápidamente llamó la atención del hombre de la blanca y espesa barba, se trataba de un chiquillo, con diferencia el más pequeño de todos los que pisaban el césped. Curiosamente el crío era quien se encontraba más cerca del hombre del cayado. Ambos cruzaron sus miradas y se sonrieron mutuamente. El pequeño, se levantó con timidez y se plantó delante del anciano. Quiso subir al banco, pero su corta talla no le permitía poder trepar, tal era su corta talla. El hombre lo tomó por las axilas e hizo al pequeñín, luego lo colocó sobre su rodilla derecha, mientras apoyaba su mano en la espalda del pequeño para que no pudiera caerse.
—Hola —dijo el pequeño, dirigiéndose al anciano.
—Hola —respondió el abuelo— No te había visto nunca por aquí ¿hace mucho que estás entre nosotros? —inquirió al pequeño. Él negó con la cabeza repetidamente, mientras sus manitas acariciaban tímidamente la blanca barba del anciano. Parecía absorto, mesando y contemplando tan enorme barba, mucho más grande que él—. ¿Y qué? ¿Te gusta todo esto? —Preguntó el hombre, mientras con su brazo izquierdo abarcaba todo el horizonte. El niño se quedó mudo un instante, meditando su respuesta, pero ésta no llegaba—. ¿No sabes si te gusta, o no quieres responderme? —Le insistió el anciano, pero el pequeño continuaba embobado, acariciando apocadamente la blanca barba del abuelo.
El árbitro que descansaba en otro de los bancos contemplaba la escena del viejo y del pequeño, se les acercó por la espalda y saludó al anciano.
—Buenos días Pedro —El anciano giró la cabeza y respondió al saludo.
—Buenos días, Gabriel.
—¿Ya conoces a Juan? —inquiría Gabriel, sonriente—, es nuestro nuevo fichaje. Ha llegado justo un minuto antes de empezar el partido, y precisamente nos faltaba un portero —El anciano volvió la cabeza hacia el pequeño, que continuaba ausente, jugueteando con su barba.
—Así que ese es tu nombre…, Juan —El pequeño negó nuevamente, sin apartar la vista de la barba del anciano. El anciano se quedó sorprendido y giró la cabeza nuevamente hacia Gabriel, inquiriéndole con la mirada. Gabriel cerró lentamente los ojos, y le hizo un gesto de asentimiento, confirmando el nombre del chaval.
—¿Sabes? —dijo el anciano con una sonrisa y voz suave, mirando ahora fijamente al pequeñín. Tomó entre sus dedos su diminuta barbilla y le alzó la cabecita para contemplar sus pequeños y azules ojos— Aquí no se pueden decir mentiras. ¿Es que no te lo han dicho?
El pequeño, asintió rítmicamente, indicando al hombre que sí se lo habían dicho, y que sí lo sabía.
— ¿Entonces? ¿Por qué me mientes? —interpeló ofendido al pequeño.
—No miento señor —respondió con su vocecita, volviendo a mirar fijamente la blanca barba del anciano.
—Pues si dices que no mientes, y te creo —enfatizaba para tranquilizar al chavalín—, me estoy haciendo un lío —Se volvió hacia Gabriel, quien acaba de bordear el banco y se estaba sentando junto al anciano—. Gabriel me ha dicho que tu nombre es Juan. Insistió.
—Ya lo sé, pero le he dicho a todo el mundo que no tengo nombre, y nadie me hace caso.
—Entonces, tendrás una explicación para eso —Decía con voz afable.
—Claro —respondió con desparpajo el chiquitín.
—Explícamelo a mí —el anciano se inclinó hacia el pequeño y le susurró en voz baja, mientras guiñaba un ojo a Gabriel. El chiquitín posó su mirada en Gabriel y después en el anciano. Volvió a centrarse en la barba mientras explicaba con su vocecita.
—Es una historia un poco larga.
—Tenemos tiempo —replicó el anciano, mientras solicitaba con un movimiento de su mano a Gabriel que le dejara a solas con el pequeño. Cuando Juan comprobó que Gabriel se acercaba al resto de niños y charlaba con ellos, se infundió valor y le habló al anciano.
—Es que mi pobre mama, no tenía ningún hombre que la ayudara. La pobre estaba sola en el mundo, bueno, yo estaba con ella, pero era tan pequeño que no podía ayudarla —el niño no apartaba la vista de la larga barba blanca del anciano, la barba actuaba con un sedante para el chiquitín.
—Continua, te estoy escuchando muy atentamente —solicitó el hombre.
—Verá señor. Mi mama se quedó embarazada de un mal hombre, un borracho que cuando se enteró que estaba preñada empezó a maltratarla —decía con su hilo de voz— Mi mama no tuvo más remedio que abandonar a aquél señor, y encontró una pensión donde los dos podíamos descansar y cobijarnos del frío y la lluvia que se avecinaba. Era finales de otoño señor, y el frío de las montañas ya se hacía sentir con fuerza.
—En ocasiones, el otoño en bastante crudo —asentía el anciano.
—Luego tuvo que empezar a buscar trabajo, porque nadie podía ayudarla a pagar la pensión, no tenia familia cercana, sólo me tenía a mí.
—Hay que ganarse el pan con el sudor de la frente —afirmaba el anciano.
—Claro, eso se repetía mi mama una y otra vez —decía, dejando por primera vez la barba del anciano, alzando la cabeza y mirando los cristalinos ojos del hombre—. Pero es que mi mama empezó a engordar y a engordar y ya nadie quiso darle trabajo —el hombre asentía en silencio, contemplando embobado a pequeñín—, así que la dueña de la pensión nos echó a mi mama y a mí a la calle. Mi mama tenía frío y hambre pero yo no, ella me cuidaba, me abrigaba y me daba de comer de ella misma para que yo estuviera bien.
—¿Qué sucedió después? —quiso saber el anciano.
—Mi mama se encontró con otra señora, muy bien vestida y de mucho dinero, la llevó a su casa, una casa enorme con muchas señoras y muchas habitaciones, con la promesa que la ayudaría.
—¿Por qué iba a ayudar esa señora a tu mama?
—Le dijo que era bonita, y que cuando se deshiciera de su carga, en menos de un mes estaría estupenda. Estaba convencida que le gustaría a los señores que iban a su casa para hablar con las señoras que vivían allí.
—Creo que voy entendiendo —asentía el anciano.
—Dijo que si ella se portaba bien con los señores, los señores, le darían mucho dinero. Al principio mi mama la gritó mucho a aquella buena mujer, no sé por qué. —Decía encogiendo sus diminutos hombros—. Empezó a llorar y se fue de casa de la señora. Pero entonces empezó a nevar y mi mama no tenía nada que comer ni con que abrigarse «lo que no entiendo es cómo yo me encontraba tan calentito, y nunca me faltaba la comida».
»Entonces mi mama, viendo que no sacaba nada de la limosna de los demás, volvió llorando y temblando de frío, muerta de hambre a la casa de aquella mujer rica —el pequeñín empezó a moverse inquieto, encima de la rodilla del anciano, para encontrar mejor postura—. La mujer, que era muy buena —proseguía su relato—, la recibió con los brazos abiertos, y la dijo que en adelante nunca tendría que preocuparse de nada, que ella se cuidaría de todo y que nunca le faltaría nada de nada —El chiquitín se reafirmaba graciosamente con movimiento seco de su cabecita—, siempre que fuera buena con los señores.
—Entiendo pequeño.
—Mi mama me llamaba Juan, eso es verdad —asentía—. Pero el nombre sólo lo sabía ella y yo, nadie más.
—¿Entonces?
—Lo que pasa es que aquella mujer, y un señor con bata blanca, la hizo tumbarse en una cama muy estrecha. Recuerdo que la habitación casi no tenía luz y todo estaba muy sucio. El hombre le dijo a mi mama que pronto le sacaría su carga. Que cerrara los ojos y contara de cien para atrás y…
—¿Si?
—Ya no recuerdo más. Desde entonces ya no he vuelto a sentir a mi mama. Ya no me alimenta ni me abriga. No sé que ha podido ser de ella. Así que mi mama no me bautizó, y no pudo ponerme Juan.
—Y tú claro, quieres hablar con tu mama, ¿verdad? —el chiquitín asintió con tristeza. —si pudieras volver a hablar con ella, ¿qué le dirías?
—Creo, creo que le escribiría una carta.
—¿Y que le contarías en ella?
—Es…, es…, es…
—¿Si?
—Es que es…, personal.
—Entiendo —respondió meditando—. ¿Y no quieres que nadie la lea? —El niño negó entre sollozos— ¡Eh!, pequeño, aquí está prohibido llorar —decía secándole las lágrimas con las yemas de sus dedos.
—Lo sé —repuso entre sollozos.
—Si me cuentas lo que quieres decirle a tu mama en tu carta —le alentaba el anciano—, seguro que se te pasa la pena que sientes. Entonces…, ya no llorarás más. ¿De acuerdo? —interpeló tomando con exquisita ternura la barbilla del chiquitín con sus dedos.
—¿Me lo prometes? —El chiquitín agrandó los ojos de forma desmesurada.
—Te lo prometo —afirmó el anciano— Nunca más.
—Le diría…, le diría..., Querida mama:


Querida mama:

No te preocupes más por mí y no llores, que me entristeces. Se lo que hiciste, porque aunque creas que soy pequeño y no entiendo las cosas, si que las entiendo. Igual que entiendo tus motivos, querida mama.
No hay nada que perdonar, mama. Yo soy tu hijo, y tu mi mama, y eso no puede cambiarlo nada ni nadie, ni siquiera Dios, y aunque no haya podido nacer, estoy vivo, soy un ser vivo, tu hijo, que te quiere…, mucho.
Mama, te quise desde el primer momento de mi concepción, y allí al abrigo de tu barriga, compartimos juntos muchos buenos momentos, aunque tú no los recuerdes, quizás porque casi siempre estabas con la mente ausente, rodeada de tus muchas preocupaciones. Pobre mama, siempre estabas triste y disimulabas estar alegre para que yo no te viera sufrir. Qué mama más buena, siempre, siempre preocupada por mi, y llorando. «Te escuchaba, yo lo escuchaba todo». No debes sorprenderte por ello, ni te avergüences. Aunque aquí no está permitido, se que llorar es bueno, por lo menos ahí abajo, en la Tierra.
Querida mama, se que el peor día de tu vida, fue cuando decidiste deshacerte de tu pesada carga…, que era yo, igual que se que me quieres mucho, tanto como yo a ti. Siempre te querré, porque en mi, hay parte de ti, quizás por eso te quiero tanto y tanto, y te echo tanto de menos, aunque esté aquí, aunque nunca te haya conocido.
Echo de menos tus brazos, que jamás sentí, tus manos que nunca me acariciaron, tus labios que nunca me besaron, tus lágrimas, que nunca me bañaron... Mama, de ti lo echo todo de menos, tu voz, que nunca me regañó, tus ojos, tus preciosos ojos, que nunca me vieron, tu nariz, que jamás me olió.
No pudimos hacer los deberes juntos, eso me da rabia, aquí todos los chicos dicen que sus mamas les ayudaban a hacer los deberes, pero no importa. Hecho de menos, el que nunca me taparas por las noches de invierno, y que no me contaras ningún cuento antes de ir a dormir, que dejaras la luz del pasillo encendida para que no sintiera miedo, mama, lo echo tanto de menos, quizás por no haberlo vivido nunca, por no haber llegado a sentirlo nunca…, pero no importa.
Te parecerá una tontería, encuentro a faltar el que no me vistieras por las mañanas antes de ir al colegio, mi me acompañaras a la escuela cogidos de la mano, como hacen las mamas con sus hijos, y que no me prepararas esos desayunos tan buenos que tu haces, y que jamás probé, y que jamás probaré.
Echo de menos los amigos que nunca tuve, y las horas en el recreo del patio, pero aquí se está bien, no te preocupes más por mí, querida mama porque yo estoy empezando a ser feliz aquí, tu lo serás pronto…, allí, eso, es lo que me consuela.
Echo de menos que no me pusieras el termómetro, cuando estaba enfermo, y aquellas guerras entrañables de almohadas donde tú eras la princesa y yo el príncipe que iba a rescatarse y salvarte de las garras del rey malo, montado en mi caballo, que era una escoba. Aquellas guerras de almohadas sobre la cama, saltando los dos como locos, riendo, siendo felices, pero que no hicimos y que nunca acababan, porque nunca empezaron. Encuentro a faltar, tu sonrisa, que jamás contemple, tu olor, que jamás percibí, tu cara, tu bonita cara, que jamás vislumbre. Y tu amor, que nunca…,
Mama, si algún día tengo un hermanito, házmelo saber, y háblale de mi, seguro que le gustará saber que tiene un hermano mayor, aunque yo siga siendo chiquitito, y esté aquí. Quiérele, quiérele mucho mama, como me has querido a mi, y cuídale, de la misma manera que lo hiciste conmigo, bueno…, el también será chiquitito y necesitará todo tu amor y tu cariño, mi amor…, ya lo tiene, por adelantado y para siempre.
No, mama, no creas que estoy llorando, es este ojo tonto que no para de darme la lata desde que he empezado a escribirte esta carta. ¿Los mocos?, no mama, son mocos sí, pero es que estoy resfriado, pero no lloro, de verdad que no lo hago, tú tampoco llores más, prométemelo querida mama.
No debes preocuparte más, aquí hay sitio para todos, esto es muy grande y no se pasa frío, ni hambre. Me han dicho, que algún día subirás a verme, lo espero con ansia, no te imaginas las ganas que tengo, entonces, solo entonces, cuando me hayas abrazado, y yo a ti, cuando me hayas cubierto con tus besos, los que nunca me diste, y yo a ti, cuando me hayas estrujado contra tu corazón, y yo a ti, cuando…., en fin mama, que te espero, no tardes. Soy chiquitito, tengo siete meses, y necesito a mi mama. Mi mama ha cometido errores, como todo el mundo, pero a mí, nunca me fallará, porque ella, ella me quiere y me echa de menos, porque sencillamente, ella es mi mama.

Firmado. Juan…, tu carga
Desde aquí,
El cielo

3 comentarios:

J.N.P.Diaz dijo...

Me encanta: todo un cuento.
No se dónde leí una carta similar. Oriana no sé que se llama la escritora sobre un niño no nato.
Me encanta el saber que a medida que leo voy descubriendo e intuyendo dónde sucede todo y qué sucedió. Excelente.
Un gran aplauso para ti.
JD

Amando Lacueva dijo...

Amigo Jorge: Gracias por tus comentarios. Desconozco lo que me comentas de Oriana, si descubres algo más me gustaría que me lo hicieras saber..., yo buscaré por internet

Marilyn dijo...

Pienso que escribir un cuento con la voz de un niño es algo difícil y tú lo has hecho. Por eso, ¡Bravo dos veces! Nos has regalado un texto conmovedor y brillante.