domingo, 7 de septiembre de 2008

FRUSTRACION DE ESCRITOR

Frustración que mi ánimo enreda
Al comprobar con desaliento
Que después de demostrar mi talento
Arrinconado mi escrito queda

Es la infinita e ingrata rueda
En la lucha negada del portento
¿Cuándo ha de llegar mi gran momento?
¿Será cuando mi genialidad pueda?

Así, día tras día, me desmorono
En la soledad de mi cuarto escribo
Papeles y papeles que arrincono

¿Será mi ritmo, triste, monótono?
O mi mal hacer que yo no percibo
De tanto sin sabor que amontono.

EN EL DESCONSUELO DE MI SOLEDAD

En el desconsuelo de mi soledad
A la vida aborrezco y maldigo
Porque con mi lucha solo consigo
Pequeños instantes de felicidad.

Que es paz, y amor lo que persigo
Nada, que este a mi alcance
Con ella mantengo un lance
Donde doy todo por perdido.

Claro olor, nauseabundo y podrido
De mentiras que envenenan
Donde vivir se torna condena
En una lucha eterna y sin sentido.

Que es desolador, batallar a sabiendas
Que de antemano, todo está perdido
Porque ganar, es bien sabido
Que la vida no da tregua, ni prebendas

A cada batalla que gano
Con titánico esfuerzo y bravura
Pierde ella, en valor y ternura
Y yo me torno más humano

Ella te enseña, y no en vano
En las cicatrices encuentras dulzura
Y en la experiencia, la mesura
Que solo abarca tu mano.

Y ahora, cansado de aborrecerte tanto
Vencido de entre el barro, me levanto
Que mañana volveré a caer
Y aunque me hagas padecer.
Nunca volverás a escuchar mi llanto.

Que en el desconsuelo de mi soledad
A la vida aborrezco y maldigo
Porque lo único que ansío
Siempre de mis manos escapa
Y ahora, envuelto en mi capa
Revestido de este coraje mío
Lucharé…, esfuerzo baldío

miércoles, 16 de julio de 2008

SONETO SOLO

SOLO

De mil heridas, el corazón curtido.
Estriado, como tu frente arrugada.
De tu angustia, mil veces enterrada.
Por hallarte solo y desprotegido.

Ahora, ya anciano y desvalido.
Olvidado de cuantos dicen te aman.
Plagado de cosidos que no sanan.
Dejado por los tuyos al descuido.

Triste destino por ti encontrado.
Después de haberles ofrecido tanto.
Ahora te encuentras viejo y castrado.

¿De que sirve, el rostro arrugado?
¿Tus sacrificios, tu mísero llanto?
Si a la soledad, eres condenado.

martes, 1 de julio de 2008

SONETO

Olvidar, pero olvidar no puedo
Ya que tu sonrisa mi mente toca.
Esa mirada limpia, esa boca,
Amargado de tu recuerdo quedo

Tú valentía, eclipsa mi credo
Y tú ausencia vacía mi copa.
Ya quedo seco, lágrimas pocas
Solo añoranzas y débil miedo.

De no volver jamás a recordarte
Y perderte de entre mi memoria.
Temer, que el tiempo haga olvidarte.

Por no aceptar la fingida historia.
Que representa tu temprana suerte.
Y quedar solo, preso de tu gloria

SONETO LA NADA

Templanza que la madurez concede. 
 Al contemplar tras de mí la nada. 
 Alzo la frente, el alma callada. 
 A donde voy, nadie seguirme puede.

 Ando despacio, nada me precede. 
 Siento que llegó mi hora postrera. 
 Que entregué la vida entera. 
 Y mi alma a su descanso accede. 

 Y ahora, corriendo con gran brío. 
 A las puertas, mi mano se detiene.
 ¿Qué habrá tras su aspecto sombrío? 

 ¿Qué será de mis terrenales bienes? 
 ¿Será el descanso que tanto ansío? 
 ¿Será la nada, lo que ahora viene?

miércoles, 26 de marzo de 2008

LOS HOMBRES NO LLORAN

El pequeño Andrés extrajo con manos temblorosas el caramelo del bolsillo de su pijama, con gestos nerviosos y actitud ávida se lo puso en la boca casi sin desprenderlo del envoltorio, mientras su cara se contraía en un gesto de dolor. Chupó el caramelo de morfina con enorme ansia mientras se hiper ventilaba tal y como le habían enseñado, para mitigar los efectos del ataque que sufría. Apretó su diminuta mandíbula con fuerza y cerró los ojos, al hacerlo, las lágrimas resbalaron por sus mejillas…, otra vez aquel inhumano dolor.
Intentó levantarse de la silla para pedir ayuda a su hermano mayor, se había quedado en casa para cuidarle, pero el sufrimiento era superior a sus agotadas fuerzas. Sus débiles y escuálidas piernas apenas le aguantaron y cayó de bruces sobre el suelo enmoquetado de su dormitorio. En la caída, arrastró consigo la jarra de agua y la moqueta quedó empapada, al igual que él, mientras la gruesa tela amortiguaba el ruido de la jarra en su choque contra el suelo. Abrió la boca en un vano intento por gritar, pero resultó del todo imposible, el dolor le arremetía a oleadas intermitentes, cada una de ellas de mayor intensidad que la anterior. Se arrastró como pudo hasta alcanzar la mesita de noche, abrió uno de los cajones y con un increíble esfuerzo extrajo una jeringuilla, le sacó el tapón de plástico que cubría la aguja hipodérmica y con inusitado valor, impropio de sus nueve años, se la clavó en el muslo con un movimiento seco. La mantuvo clavada en su pierna unos segundos, mientras su diminuto pulgar presionaba la lengüeta de apoyo y hacía que el émbolo se desplazara, inoculando su contenido en su cuerpo. Se tendió sobre la moqueta, rendido por el esfuerzo agotador, con los ojos en blanco y la mente perdida en el techo de su habitación. Por suerte, la morfina rápidamente le otorgó una pequeña tregua.
A cuatro patas pudo llegar hasta la cama, con gran arresto, trepó por las sábanas y empapado como estaba, se recostó sobre el confortable colchón, cerró sus ojos y se dejó llevar por los recuerdos. Pronto aparecieron en su cabeza escenas de la última película que le había regalado su padre titulada «Ice Age», y una pícara sonrisa apareció en sus labios, rememorando las divertidas aventuras vividas por Mani y Sid con el bebé humano. El dolor parecía remitir y su respiración empezaba a cobrar la normalidad. Se reincorporó sobre su cama y desvió la vista hacia el despertador que descansaba sobre la mesita, su madre estaba trabajando y no volvería hasta las dos, la hora de comer, pero eso a él le era indiferente, únicamente quería que su madre le abrazara y descansar su cabecita en su pecho…, Andrés no podía ingerir alimentos sólidos y los líquidos, tampoco eran tolerados por su cuerpecito acribillado por la radioterapia, el suero era su único alimento.
Ya no iba a la escuela y sus amigos…, sus amigos parecían haberle olvidado, aunque pensándolo mejor, quizás la culpa era suya, apenas tenía ganas de chatear con ellos, bueno mas que ganas, las fuerzas le abandonaban apenas aporreadas tres teclas. Sus profesores le habían visitado en alguna ocasión, y le habían traído apuntes, para que no perdiera demasiado el ritmo de la clase, pero Andrés, no se encontraba con ánimos de repasar nada de nada. Siempre estaba solo…, con su dolor y con su llanto sordo…, mudo.
El recuerdo de sus amigos jugando en el patio entristeció su pequeño corazón, se sorbió los mocos y con la manga del pijama se limpió las lágrimas… «No lloraré, aunque me siga doliendo, no pienso hacerlo» se decía así mismo buscando el mando de la consola «Mi padre dice que los hombres no lloran, y tiene razón, solo se desangran, pero no lloran»
El mando de la consola le pillaba bastante lejos, tanto como un par de metros, pero ahora le resultaban inalcanzables. Se recostó en la cama y una nueva sonrisa volvió a dibujarse en su cara. Andrea, la chica de la primera fila de clase le llevaba de cabeza, aunque no se atrevía a decirle que le gustaba, ¿de cabeza? Se llevó las manos a su cráneo rapado, no pudo evitar unos pucheros recordando su melena... Todos en clase lo sabían, pero a él no le importaba, aunque se rieran, era su chica. Algún día reuniría las fuerzas suficientes para decírselo, o quizás ya no. Se encogió de hombros y expelió todo el aire de sus pulmones mientras intentaba serenarse y sobreponerse a sus recuerdos, a su llanto.
En aquel año y medio, azotado por la enfermedad, Andrés había madurado mucho. Razonaba como un adulto, y había asumido su enfermedad con total entereza, solo se derrumbaba en contadas ocasiones presionado por el intenso dolor y por los recuerdos de sus amigos. Lloraba en silencio sin quererlo, sin pretenderlo, porque él, él quería ser fuerte como su padre. Únicamente, cuando no había nadie presente como ahora, se le escapaba de su pecho, un angustioso llanto. No quería que su madre sufriera, la pobre, la pobre lloraba tanto. Siempre disimulando, aunque él se daba perfectamente cuenta del dolor que su estado infringía a su atormentada madre…
—No es nada Andresito, solo que me ha vuelto a entrar una pestaña en el ojo… Creo, creo que me he vuelto a resfriar, ¡claro con este tiempo!… No, si no me sacaré el resfriado de encima…Maldito rimel, ya me ha vuelto a entrar en el ojo…
«Lo sé mama, se lo que sufres, pero pronto todo acabará, ya verás» se infundía ánimos.
Se acercó con pasos lentos a su armario, y descolgó de una de las perchas, las prendas de su equipo de fútbol favorito. Andrés era un fan del «Barça» y su ídolo era Ronaldinho, su camiseta lucia su nombre con su número. Tomó del estante la pelota firmada por el as del balompié…, un día de Navidad en que fue a visitarle al hospital, Ronaldinho le regaló la pelota y se la firmó, era su mejor trofeo, su enorme tesoro junto con la fotografía que descansaba en su mesita. Le echó un vistazo, volvió a sonreír, esa pelota y la fotografía era la envidia de toda la clase.
—Ya se —dijo en voz alta— Si me pongo bueno, se la regalaré a Antonio, Antonio está loco por la pelota. La última vez me la quería cambiar por dos juegos de la play —Se llevó la mano a la cabeza, el dolor empezaba nuevamente... Antonio era su mejor amigo, pero hacía un mes que no venía a visitarle.
Vestido del «Barça» y con la pelota en las manos, volvió a tumbarse en la cama, aburrido, cansado por la situación y por su soledad mientras hacía inventario de sus pertenencias.
—La foto, la foto es para Oriol —se reafirmaba mientras continuaba hablando en voz alta— Y la play y todos mis juegos, para Marc —Marc era su hermano mayor y Oriol, su segundo mejor amigo. Marc al igual que Antonio, hacía un siglo que no venía a visitarle —Los pobres…, estarán con los exámenes, claro.
En la pared del fondo había un calendario, en rotulador amarillo Andrés había marcado los días de radioterapia y en verde, los días posibles de un transplante de médula.
Los doctores hacían todo lo posible, y sus padres también, sin embargo tanto su hermano como su padre, resultaban incompatibles con él, así que paciencia, se decía mirando el calendario, que se encontraba hasta final de año, limpio de marcas verdes, sin embargo sabía que se hallaba en lista de espera, así que todo era cuestión de tiempo. Esperar, esperar, esperar, tengo nueve años y estoy cansado de esperar.
Cuando sea mayor, quiero ser como papa —se decía con la pelota sobre su pecho—. Él siempre tan fuerte, nunca llora y yo, yo soy como mamá siempre con pucheros.
Tomo la pelota con rabia y le dio un fuerte puntapié. El balón fue a estrellarse contra la fotografía, esta calló del estante y se rompió el cristal del marco al estrellarse contra el suelo en una zona de la habitación que no estaba enmoquetada. Andrés se espantó, se levantó con dificultad y se acuchilló ante el desastre. Con paciencia empezó a recoger los cristales, con tan mala suerte que se cortó en un dedo.
—¡Ay! —Exclamó mientras se llevaba el dedo a la boca— No voy a llorar, nunca jamás, aunque me corte o me de el ataque. Prefiero desangrarme a llorar —decía, emulando los consejos de su padre.
El sonido de un claxon hizo que Andrés se acercara a la ventana. Era su padre que llegaba con su coche a toda prisa.
—¿Qué pasa ahora? ¿Y qué hace papá en casa tan pronto? —se preguntaba.
El hombre dejó el coche de cualquier manera con las llaves puestas en el contacto. Miró hacia arriba y le esgrimió una hoja de papel a modo de bandera mientras gritaba su nombre.
Lucas el padre de Andrés penetró en el interior de la casa y subió las escaleras a toda prisa hasta llegar a la habitación del niño. Entró y sin decirle nada, con el papel en la mano, se arrodilló ante su hijo, lo abrazó y lo estrujó contra su pecho a la vez que prorrumpía en un llanto lastimero e inconsolable. Andrés no comprendía por qué su padre, le abrazaba, le cubría de besos y no cesaba de llorar cuando su padre, jamás de los jamases, había vertido una sola lágrima, ni siquiera el día que los médicos les dijeron que su enfermedad podía… —sacudió la cabeza— mejor olvidarlo.
—Papa, los hombres no lloran…, me dijiste —reprochaba Andrés—. Sólo se desangran. Aunque nunca he entendido que significa eso.
—Lo se hijo, lo se pero yo lloro de alegría, no de tristeza —respondía el padre hipando frenéticamente.
—¿Que diferencia hay? Llorar…, es llorar.
Su padre se rehizo un poco, y así de rodillas ante él lo tomó por los hombros.
—Cuando un hombre ya se ha desangrado por completo, sin verter una sola lágrima, ya no le queda nada que derramar —Andrés le contemplaba atónito, sin entender—. Sin embargo, cuando te envuelve la alegría, una alegría que eclipsa los momentos más tristes de tu vida, sin quererlo, sin pretenderlo, los hombres, a veces lloran… Tenemos un donante compatible hijo. Pronto te curarás —soltó a bocajarro.
—¿De verdad papa? —Inquirió el pequeño Andrés con unos ojos como platos.
—De verdad hijo —asentía el hombre mientras se mocaba con un pañuelo
—¿Lo sabe mama?
—Viene para aquí. Vamos a celebrarlo hijo, por todo lo alto.
Andrés se quedó serio, con la mirada perdida en el marco roto y en su dedito, del que manaba un hilo de sangre. Miró el rostro de su padre marcado por el llanto y le sobrevinieron tantos y tantos momentos de dolor, tantos y tantos momentos de soledad, de tristeza de espera…, y de repente empezó a enfurecerse y a darle puñetazos a su padre en el pecho y patadas sin parar, de forma frenética. Su padre lo cogió por las muñecas e intentó calmarlo.
—Hijo, pero, ¿qué te sucede?
—Yo…—gimoteaba.
—¿Si?
—Yo, no soy ningún valiente. Yo… yo he llorado de tristeza, sin que nadie me oyera. Perdóname papá —reconocía a su padre entre pucheros.
—¿Que te perdone?
—Si perdóname papá, por haber llorado cuando nadie me veía, aquí solo, en mi cuarto. Me ponía una almohada en la boca para que no me escucharais y daba volumen a la tele… Lo siento papa He llorado solo, solo papá, sin que nada ni nadie me consolara. Me he tragado todos los mocos, tantos que pensé que moriría, me he sentido solo, sin consuelo, por el hecho de hacerte caso, de ser fuerte, de ser valiente, y ahora tú…, tú, cuando hay motivo de alegría, lloras como mamá.
—Hijo, perdóname tú a mí, porque he estado ciego y solo he visto mi pena por tu posible pérdida. He sido un egoísta, al no entender la tuya, al coartarte la espontaneidad de tus sentimientos y que te mostraras ante mí, desnudo con todo tu dolor…. Dices que te perdone ¿Cómo quieres que perdone…, tu valor? Los niños no lloran, son los hombres quienes si lo hacen aunque se desangren, y tú, tú eres un hombre y ya has llorado demasiado en soledad. Todos hemos llorado demasiado, encerrados en nosotros mismos, sin entender, que al igual que la alegría, la tristeza también hay que compartirla y que poco importa ser frágil, mostrar debilidad ante quienes te quieren. ¡Basta de esconder nuestros sentimientos! De intentar parecer fuertes, cuando solo somos hombres, débiles hombres tocados por la angustia, por la enorme pena que es… tu desgraciada enfermedad. Perdóname, hijo, por estar ciego, por no entender…
Lucas volvió a abrazar a su hijo, su cabeza encontró refugio entre su pecho. Noto su estremecimiento, su dolor, su angustia, su soledad, su pena, su infinito padecimiento, su alegría y su valor, su extraordinario valor. Había aprendido una lección de su hijo, acosta de su dolor, de su soledad, una sencilla lección que jamás olvidaría; todos, en algún momento, lloramos y nuestros lloros, deben ser compartidos, si ya es amargo de por sí llorar, en soledad resulta inhumano. Los hombres, cualquiera que se precie de serlo, debe dar rienda suelta a sus sentimientos, sin cortapisas, cada uno de nosotros debemos ser, nosotros mismos.

martes, 18 de marzo de 2008

LA SENDA

LA SENDA
Porque la felicidad…, también duele

El hombre andaba encorvado, se apoyaba en un grueso garrote. Se detuvo extenuado por la larga caminata, dejó su pesada mochila en el borde del camino y tomó asiento sobre una enorme roca. El sendero estaba desierto y ya anochecía, pero sólo para él.
Se sacó el sombrero de la cabeza, y con un mugriento pañuelo se secó las gotas de sudor que perlaban su frente. Era un anciano, tenía el cabello plateado y mil arrugas surcaban su agrietada piel. Miró al cielo mientras una lágrima resbalaba por sus mejillas. Se apresuró a secársela, no permitiría que nadie, si pasaba por allí, le viera llorando. Pero el camino continuaba desierto, su camino.
Abrió la enorme mochila y extrajo varios objetos con sus temblorosas y nervudas manos repletas de mil y un cayos, simplemente los contempló en silencio durante un largo instante tragando saliva con dificultad. Los acarició con inusitada ternura regocijándose en su contemplación «aquel momento era sólo suyo», y finalmente, antes de volver a introducirlos en la abultada escarcela, les dio un beso suave, largo y profundo cargado de infinita bondad y entrañable cariño a todos y cada uno de ellos. No pudo evitar que nuevas lágrimas rebeldes, resbalaran por su quebrada cara. En esta ocasión con los ojos vidriosos y una enorme tenaza en la garganta, dejó que siguieran los múltiples surcos de su rostro, y resbalaran desde su cara hacia su barbilla…, hasta mojar la tierra, encharcada por el sudor y las lágrimas derramadas a lo largo de su periplo.
Un hombre joven, caminaba erguido, paralelo al camino del anciano. Llevaba un pequeño zurrón, cuando llegó a la altura del longevo hombre ladeó la cabeza y le saludó cortésmente, sonriente, con un leve movimiento de cabeza, mientras se llevaba su mano derecha al ala de su sombrero. El anciano alzó la mano temblorosa y le devolvió el saludo, también sonriente. En su lado del camino era de día y lucía el sol. El hombre caminaba dando grandes zancadas, como si tuviera prisa en llegar a algún lugar, pero todos los caminos, iban al mismo sitio. El anciano de cabellos plateados, no entendía la prisa de aquel joven, bueno…, si que la entendía.
No habían transcurrido cinco minutos, cuando pasaron cerca de su camino unos adolescentes. «¡Cielos!, exclamó para sus adentros, recordando viejos tiempos». Iban corriendo como galgos. Pronto alcanzarían al joven que acababa de pasar, claro, ellos apenas llevaban peso alguno, tan sólo una bolsita del tamaño de una caja de cerillas, unida a sus cuellos por fuertes cordones de cuero, nada que les estorbase. Pasaron como una exhalación gritando y chillando alborotados, apenas se fijaron en él, y si lo hicieron ni siquiera le saludaron. El anciano se encogió de hombros sonriendo pero cargado de nostalgia, puso las manos en su boca a modo de bocina y les gritó con energía.
—Por mucho que corráis, yo llegaré antes —El hombre bajó la cabeza, no entendía por qué les había gritado aquella tontería.
Uno de los adolescentes se detuvo un instante, se volvió hacia el anciano y le dijo con cara de burla:
—¡Viejo!, eso es porque tu camino, es más corto que el nuestro —El adolescente lo miró de hito en hito, para añadir—: Pero si prácticamente ya has llegado a tu meta, estás en las últimas, viejo.
—Así es —asintió con voz cansada—. Yo, ya casi he llegado —El hombre desvió la mirada hacia su horizonte y sonrió con amargura, provocando que las arrugas de su frente se pronunciaran más allá de simples surcos—. Sin embargo vosotros, tenéis un largo trecho que recorrer.
—Por eso corremos viejo. —replicó el joven con insolencia—Además, con esa mochila a cuestas —señalaba con el mentón la escarcela del hombre—, no me extraña que estés ahí sentado, descansando. ¿No podrías deshacerte de parte de lo que llevas? —Le interpeló el imberbe adolescente— Lo poco que te queda por recorrer, se te haría más liviano.
El anciano frunció el ceño, era incomprensible que un mozalbete se preocupara por él, y menos aún que se atreviera a darle consejos.
—No muchacho —negó el anciano reiteradamente con lentos movimientos de su cabeza—. Eso no es posible —El muchacho le miró con extrañeza, no podía entender que un hombre tan anciano llevara aquella pesada mochila, y no quisiera deshacerse de su contenido para aliviarle el duro camino que todavía le quedaba por recorrer, por muy corto que este fuera—. Veo que no lo entiendes hijo, no importa, todos aprendemos.
—He de continuar —replicó mirando de reojo al resto de sus compañeros, que ya le llevaban una buena ventaja.
—Lo se, que tengas buen viaje, y cuidado con tu camino —advertía al adolescente—, es muy traicionero. En ocasiones se presentan obstáculos difíciles de ver —el muchacho miró al cielo y cerró los ojos heridos por los rayos del astro rey. El sol brillaba con fuerza, estaba en todo lo alto y su luz inundaba su camino. Oteó el horizonte y apareció llano y tranquilo, sin curvas, sin pendientes, sin piedras que entorpecieran su paso, sin paredes ni abismos peligrosos. Estaba limpio de cualquier obstáculo, como si navegara por una balsa de aceite, miró hacia el otro lado, hacia el camino del anciano, se había hecho de noche.
—Bueno abuelo —trató con más dulzura—, he de irme.
El muchacho giro grupas y empezó a correr es pos de sus amigos, gritándoles para que le esperaran.
El hombre apoyó las manos en sus rodillas y tomó impulso, a la segunda intentona, logró levantarse de la piedra que tan bien le había servido para su descanso. Agarró la mochila y con un enorme esfuerzo logró ponérsela a la espalda. En su soledad, lanzó una exclamación de dolor, tenía la espalda y los riñones destrozados, pero aguantó con estoicismo la pesada carga, era suya, su carga, el garrote que sostenía en su mano derecha, le ayudaba a andar.
Sus pasos eran cortos y torpes, provocados por la edad y por el enorme peso que soportaba en sus espinazos, pero a la vez, enérgicos y decididos, decididos por llegar al final de su andadura…, ya quedaba poco, prácticamente casi nada.
El cielo estaba estrellado. Mientras caminaba desviaba la mirada hacia las miles de estrellas que iluminaban su senda. En uno de los caminos paralelos vio a un muchacho de corta edad, como era normal iba corriendo, lanzando gritos de alegría con su cajita de cerillas colgada del cuello. De improviso el muchacho se paró de golpe y miró hacia el cielo. El sol de su senda acababa de desaparecer detrás de unos enormes nubarrones. Los rayos y los truenos hicieron acto de presencia, mientras un enorme chaparrón inundó la vía en cuestión de segundos, convirtiéndolo en un fuerte torrente. El día del muchacho, que hasta hacía apenas un segundo era magnífico e iluminado, se transformó en noche cerrada en un abrir y cerrar de ojos. El muchacho, sin saber que ocurría, buscaba con la mirada a alguien que pudiera socorrerle, que le explicara qué estaba sucediendo, hasta que se encontró con los ojos del anciano. El muchacho se tendió en el suelo, llorando desconsolado.
El abuelo se le acercó y se sentó a su lado, en el borde de su senda.
—Hola —saludaba con una enorme sonrisa, apoyando las manos en sus rodillas.
—¿Qué, qué está sucediendo? —preguntó gimoteando el chaval.
—¿Es que no lo sabes? —«estúpida pregunta, claro que no lo sabe. Cada día eres más viejo, si un viejo senil» pensaba manteniendo la sonrisa al muchacho.
—No —negó el jovenzuelo.
—Tu camino, hijo, tu camino se ha acabado.
—¿Tan pronto? Precisamente ahora, que empezaba a divertirme.
—Eso, suele suceder, hijo.
—Pero es que yo, yo quería seguir jugando —El hombre cerró los ojos. Resultaba injusto, si, pero él no podía hacer nada.
—Nadie elige su camino, hijo. Hay caminos largos y rectos, otros cortos y angostos, el tuyo ha sido realmente corto —se lamentaba el anciano de la suerte del chico.
—¿Y ahora? —volvió a preguntar al anciano, a la vez que se limpiaba los mocos con el extremo de su camiseta.
—Te toca esperar, creo. Pronto vendrá tu familia para despedirte. Yo me quedaré a tu lado hasta que ellos vengan —el niño negó con movimientos bruscos de su cabeza.
—No vendrá nadie.
—¿No? —se sorprendió el anciano.
—Mi padre, hace años que tomó un camino, muy distinto del mío. Se separó y nunca se han vuelto a cruzar.
—Ya… ¿Y tu madre, pequeño? —Le inquirió con infinita ternura.
—¿Mi madre? —El niño suspiró y guardó un largo silencio antes de responder—. Mi pobre madre se apeó del suyo después de que mi padre se alejara del nuestro…, una agotadora enfermedad.
—Entiendo, entiendo. Bueno muchacho, pero seguro que alguien vendrá a por ti.
—Señor —dijo el crío, señalando con su índice una nueva herida en la frente del anciano. El anciano se llevó instintivamente la mano a la frente y enseguida notó sus dedos húmedos, manchados por la sangre que salía de su nueva herida.
—¿Esto? —preguntó con una sonrisa cargada de dolor. El muchacho asintió—. No te preocupes, esto, esto es por ti.
—Sangra mucho, señor y lamento, lamento mucho haberle herido.
—No debes preocuparte hijo. Tú eres la causa, si, pero no el culpable, además…, pronto cicatrizará —resto importancia.
—¿Es cierto eso, señor? ¿Pronto cicatrizará? —El hombre respiró hondo. ¿Qué podía decirle a aquel muchacho. «La verdad, dile la verdad viejo estúpido, aunque no la entienda».
—Bien, no siempre es así, desde luego que no —decía intentando acomodarse—. Muchas, sangran toda la vida, casi eternamente —volvió a sonreír con aquél gesto de infinito dolor—, no hay manera de cerrarlas. Pero se puede vivir con ellas, yo lo he hecho, y antes que yo, tantos y tantos otros…
Alzó la vista y el muchacho le acompañó con la mirada. Una luz blanca se posaba sobre el muchacho, incitándole a entrar en ella.
—Vienen a por ti —le dijo el anciano.
—Si —asintió convencido—. Lo sé. Tenga —el muchacho se sacó la cajita de su cuello y se la dio al anciano. El viejo no dijo nada, cerró los ojos agradecido por el detalle, abrió la mochila e introdujo la cajita en su interior. Ahora su mochila pesaría mucho, mucho más ¿y qué mas daba? Él era así, su vida era así, le tocaba soportar, era fácil. Después de tantas desgracias, uno logra acostumbrarse «¿Por qué te mientes»
El camino, la luz y el muchacho, desaparecieron, como si nunca hubieran existido, únicamente quedaba el recuerdo de sus recuerdos, guardados con sumo celo por el anciano en su mochila, que cargaba a sus espaldas.
Miró su reloj y pensó «ya queda poco»
Reanudó su cansina marcha, prácticamente a oscuras. Hacia un buen rato, casi una eternidad que caminaba solo sin ver una triste alma. Así era como realmente se sentía, solo.
La noche era oscura. Unos nubarrones tapaban las estrellas, que hasta hacia un instante brillaban con fuerza allá en lo alto de la cúpula celeste. Desgraciadamente, no vio la piedra que tenía delante, tropezó con ella y dio un traspiés y el anciano cayó de bruces sobre la tierra mojada. «Maldita piedra», murmuró entre dientes. Eran sus últimos pasos, pero nadie pasaba para ayudarle. Intentó levantarse, pero el enorme peso de la mochila se lo impidió. Miro hacia arriba, con los ojos cubiertos por las lágrimas, el final de su camino estaba allí, delante suyo. Sólo unos metros más y habría llegado. «Vamos, vamos viejo —se infundía ánimos—, un último esfuerzo».
Igual que cuando empezó a caminar, utilizó las manos para reptar por la oscura y angosta senda, convertida ahora en un enorme lodazal. El anciano se arrastraba lentamente por el lodo del camino, primero estiraba la mano derecha y se impulsaba con el pie, luego la izquierda y así sucesivamente. A cada movimiento, su cara se transfiguraba y su garganta emitía un lamento angustioso. Pero por fin, pudo llegar a su meta. Todo estaba oscuro. Cerró los ojos, por fin podría descansar, había llegado.
Alguien le zarandeó, abrió los ojos y vio a su hijo, envuelto en una luz blanca. Si su hijo, aquel que cayó por el abismo de su camino con apenas diez años —un coche se cruzó y el chaval no pudo esquivarlo a tiempo—. A su mujer, que abandonó su senda debido a un cáncer. A su hermano, que cansado de continuar su ruta con su mochila a la espalda, se refugió tras un infarto. A su amigo, aquel de la larga melena, un borracho le agujereo el corazón con un cuchillo. A sus padres, los pobres aguantaron mucho, pero su mochila pesaba demasiado y abandonaron el camino. A sus muchos amigos, a tantos y tantos seres queridos, que de una manera u otra, le abandonaron para su desgracia, muchos de ellos antes de tiempo, de ahí sus cicatrices, de ahí sus muchas heridas sangrantes, de ahí su voluminosa mochila. Contempló su escarcela, aquella enorme carga, repleta de recuerdos. El anciano, permaneció sentado. Tomó su mochila y la abrió…, por última vez.
Comenzó a extraer objetos de ella, a medida que sacaba un objeto, éste desaparecía milagrosamente de entre sus manos y en su lugar, un ser querido, aparecía sonriente, feliz, envuelto en aquella asombrosa luz, resultaba maravilloso, mágico.
El anciano cerró los ojos, ya no estaba cansado, se sentía fuerte. Atrás quedaba su pesada mochila, así que por fin…, pudo llorar, abiertamente, sin tapujos, sin tener que contener su agonía, con aquel llanto, primero mudo, después…, desgarrado, lleno de perdurable, infinita felicidad por el reencuentro con los suyos. Si, el anciano lloró sin parar, como nunca antes lo había hecho, porque la felicidad…, también duele.

CARTA DE JUAN

CARTA DE JUAN


El hombre de la larga túnica y barba blanca, se sentó en el banco que estaba frente al campo de fútbol, dejó su cayado apoyado contra el muro contiguo y se puso cómodo, dispuesto a disfrutar el partido que disputaban unos chavales de corta edad. El campo estaba vacío, únicamente se encontraban los jugadores de ambos equipos y el árbitro, que en esta ocasión iba vestido de un blanco inmaculado. El hombre que mediaba en la contienda, llevaba un silbato en los labios, sopló una vez con fuerza, sosteniendo el aire en sus pulmones y dejándolo escapar lentamente, el pitido fue largo y sonoro. Los jugadores se replegaron y se dirigieron hacia el banco, donde se encontraba sentado el único espectador del partido, era la media parte.
Unos de los chavales, rápidamente llamó la atención del hombre de la blanca y espesa barba, se trataba de un chiquillo, con diferencia el más pequeño de todos los que pisaban el césped. Curiosamente el crío era quien se encontraba más cerca del hombre del cayado. Ambos cruzaron sus miradas y se sonrieron mutuamente. El pequeño, se levantó con timidez y se plantó delante del anciano. Quiso subir al banco, pero su corta talla no le permitía poder trepar, tal era su corta talla. El hombre lo tomó por las axilas e hizo al pequeñín, luego lo colocó sobre su rodilla derecha, mientras apoyaba su mano en la espalda del pequeño para que no pudiera caerse.
—Hola —dijo el pequeño, dirigiéndose al anciano.
—Hola —respondió el abuelo— No te había visto nunca por aquí ¿hace mucho que estás entre nosotros? —inquirió al pequeño. Él negó con la cabeza repetidamente, mientras sus manitas acariciaban tímidamente la blanca barba del anciano. Parecía absorto, mesando y contemplando tan enorme barba, mucho más grande que él—. ¿Y qué? ¿Te gusta todo esto? —Preguntó el hombre, mientras con su brazo izquierdo abarcaba todo el horizonte. El niño se quedó mudo un instante, meditando su respuesta, pero ésta no llegaba—. ¿No sabes si te gusta, o no quieres responderme? —Le insistió el anciano, pero el pequeño continuaba embobado, acariciando apocadamente la blanca barba del abuelo.
El árbitro que descansaba en otro de los bancos contemplaba la escena del viejo y del pequeño, se les acercó por la espalda y saludó al anciano.
—Buenos días Pedro —El anciano giró la cabeza y respondió al saludo.
—Buenos días, Gabriel.
—¿Ya conoces a Juan? —inquiría Gabriel, sonriente—, es nuestro nuevo fichaje. Ha llegado justo un minuto antes de empezar el partido, y precisamente nos faltaba un portero —El anciano volvió la cabeza hacia el pequeño, que continuaba ausente, jugueteando con su barba.
—Así que ese es tu nombre…, Juan —El pequeño negó nuevamente, sin apartar la vista de la barba del anciano. El anciano se quedó sorprendido y giró la cabeza nuevamente hacia Gabriel, inquiriéndole con la mirada. Gabriel cerró lentamente los ojos, y le hizo un gesto de asentimiento, confirmando el nombre del chaval.
—¿Sabes? —dijo el anciano con una sonrisa y voz suave, mirando ahora fijamente al pequeñín. Tomó entre sus dedos su diminuta barbilla y le alzó la cabecita para contemplar sus pequeños y azules ojos— Aquí no se pueden decir mentiras. ¿Es que no te lo han dicho?
El pequeño, asintió rítmicamente, indicando al hombre que sí se lo habían dicho, y que sí lo sabía.
— ¿Entonces? ¿Por qué me mientes? —interpeló ofendido al pequeño.
—No miento señor —respondió con su vocecita, volviendo a mirar fijamente la blanca barba del anciano.
—Pues si dices que no mientes, y te creo —enfatizaba para tranquilizar al chavalín—, me estoy haciendo un lío —Se volvió hacia Gabriel, quien acaba de bordear el banco y se estaba sentando junto al anciano—. Gabriel me ha dicho que tu nombre es Juan. Insistió.
—Ya lo sé, pero le he dicho a todo el mundo que no tengo nombre, y nadie me hace caso.
—Entonces, tendrás una explicación para eso —Decía con voz afable.
—Claro —respondió con desparpajo el chiquitín.
—Explícamelo a mí —el anciano se inclinó hacia el pequeño y le susurró en voz baja, mientras guiñaba un ojo a Gabriel. El chiquitín posó su mirada en Gabriel y después en el anciano. Volvió a centrarse en la barba mientras explicaba con su vocecita.
—Es una historia un poco larga.
—Tenemos tiempo —replicó el anciano, mientras solicitaba con un movimiento de su mano a Gabriel que le dejara a solas con el pequeño. Cuando Juan comprobó que Gabriel se acercaba al resto de niños y charlaba con ellos, se infundió valor y le habló al anciano.
—Es que mi pobre mama, no tenía ningún hombre que la ayudara. La pobre estaba sola en el mundo, bueno, yo estaba con ella, pero era tan pequeño que no podía ayudarla —el niño no apartaba la vista de la larga barba blanca del anciano, la barba actuaba con un sedante para el chiquitín.
—Continua, te estoy escuchando muy atentamente —solicitó el hombre.
—Verá señor. Mi mama se quedó embarazada de un mal hombre, un borracho que cuando se enteró que estaba preñada empezó a maltratarla —decía con su hilo de voz— Mi mama no tuvo más remedio que abandonar a aquél señor, y encontró una pensión donde los dos podíamos descansar y cobijarnos del frío y la lluvia que se avecinaba. Era finales de otoño señor, y el frío de las montañas ya se hacía sentir con fuerza.
—En ocasiones, el otoño en bastante crudo —asentía el anciano.
—Luego tuvo que empezar a buscar trabajo, porque nadie podía ayudarla a pagar la pensión, no tenia familia cercana, sólo me tenía a mí.
—Hay que ganarse el pan con el sudor de la frente —afirmaba el anciano.
—Claro, eso se repetía mi mama una y otra vez —decía, dejando por primera vez la barba del anciano, alzando la cabeza y mirando los cristalinos ojos del hombre—. Pero es que mi mama empezó a engordar y a engordar y ya nadie quiso darle trabajo —el hombre asentía en silencio, contemplando embobado a pequeñín—, así que la dueña de la pensión nos echó a mi mama y a mí a la calle. Mi mama tenía frío y hambre pero yo no, ella me cuidaba, me abrigaba y me daba de comer de ella misma para que yo estuviera bien.
—¿Qué sucedió después? —quiso saber el anciano.
—Mi mama se encontró con otra señora, muy bien vestida y de mucho dinero, la llevó a su casa, una casa enorme con muchas señoras y muchas habitaciones, con la promesa que la ayudaría.
—¿Por qué iba a ayudar esa señora a tu mama?
—Le dijo que era bonita, y que cuando se deshiciera de su carga, en menos de un mes estaría estupenda. Estaba convencida que le gustaría a los señores que iban a su casa para hablar con las señoras que vivían allí.
—Creo que voy entendiendo —asentía el anciano.
—Dijo que si ella se portaba bien con los señores, los señores, le darían mucho dinero. Al principio mi mama la gritó mucho a aquella buena mujer, no sé por qué. —Decía encogiendo sus diminutos hombros—. Empezó a llorar y se fue de casa de la señora. Pero entonces empezó a nevar y mi mama no tenía nada que comer ni con que abrigarse «lo que no entiendo es cómo yo me encontraba tan calentito, y nunca me faltaba la comida».
»Entonces mi mama, viendo que no sacaba nada de la limosna de los demás, volvió llorando y temblando de frío, muerta de hambre a la casa de aquella mujer rica —el pequeñín empezó a moverse inquieto, encima de la rodilla del anciano, para encontrar mejor postura—. La mujer, que era muy buena —proseguía su relato—, la recibió con los brazos abiertos, y la dijo que en adelante nunca tendría que preocuparse de nada, que ella se cuidaría de todo y que nunca le faltaría nada de nada —El chiquitín se reafirmaba graciosamente con movimiento seco de su cabecita—, siempre que fuera buena con los señores.
—Entiendo pequeño.
—Mi mama me llamaba Juan, eso es verdad —asentía—. Pero el nombre sólo lo sabía ella y yo, nadie más.
—¿Entonces?
—Lo que pasa es que aquella mujer, y un señor con bata blanca, la hizo tumbarse en una cama muy estrecha. Recuerdo que la habitación casi no tenía luz y todo estaba muy sucio. El hombre le dijo a mi mama que pronto le sacaría su carga. Que cerrara los ojos y contara de cien para atrás y…
—¿Si?
—Ya no recuerdo más. Desde entonces ya no he vuelto a sentir a mi mama. Ya no me alimenta ni me abriga. No sé que ha podido ser de ella. Así que mi mama no me bautizó, y no pudo ponerme Juan.
—Y tú claro, quieres hablar con tu mama, ¿verdad? —el chiquitín asintió con tristeza. —si pudieras volver a hablar con ella, ¿qué le dirías?
—Creo, creo que le escribiría una carta.
—¿Y que le contarías en ella?
—Es…, es…, es…
—¿Si?
—Es que es…, personal.
—Entiendo —respondió meditando—. ¿Y no quieres que nadie la lea? —El niño negó entre sollozos— ¡Eh!, pequeño, aquí está prohibido llorar —decía secándole las lágrimas con las yemas de sus dedos.
—Lo sé —repuso entre sollozos.
—Si me cuentas lo que quieres decirle a tu mama en tu carta —le alentaba el anciano—, seguro que se te pasa la pena que sientes. Entonces…, ya no llorarás más. ¿De acuerdo? —interpeló tomando con exquisita ternura la barbilla del chiquitín con sus dedos.
—¿Me lo prometes? —El chiquitín agrandó los ojos de forma desmesurada.
—Te lo prometo —afirmó el anciano— Nunca más.
—Le diría…, le diría..., Querida mama:


Querida mama:

No te preocupes más por mí y no llores, que me entristeces. Se lo que hiciste, porque aunque creas que soy pequeño y no entiendo las cosas, si que las entiendo. Igual que entiendo tus motivos, querida mama.
No hay nada que perdonar, mama. Yo soy tu hijo, y tu mi mama, y eso no puede cambiarlo nada ni nadie, ni siquiera Dios, y aunque no haya podido nacer, estoy vivo, soy un ser vivo, tu hijo, que te quiere…, mucho.
Mama, te quise desde el primer momento de mi concepción, y allí al abrigo de tu barriga, compartimos juntos muchos buenos momentos, aunque tú no los recuerdes, quizás porque casi siempre estabas con la mente ausente, rodeada de tus muchas preocupaciones. Pobre mama, siempre estabas triste y disimulabas estar alegre para que yo no te viera sufrir. Qué mama más buena, siempre, siempre preocupada por mi, y llorando. «Te escuchaba, yo lo escuchaba todo». No debes sorprenderte por ello, ni te avergüences. Aunque aquí no está permitido, se que llorar es bueno, por lo menos ahí abajo, en la Tierra.
Querida mama, se que el peor día de tu vida, fue cuando decidiste deshacerte de tu pesada carga…, que era yo, igual que se que me quieres mucho, tanto como yo a ti. Siempre te querré, porque en mi, hay parte de ti, quizás por eso te quiero tanto y tanto, y te echo tanto de menos, aunque esté aquí, aunque nunca te haya conocido.
Echo de menos tus brazos, que jamás sentí, tus manos que nunca me acariciaron, tus labios que nunca me besaron, tus lágrimas, que nunca me bañaron... Mama, de ti lo echo todo de menos, tu voz, que nunca me regañó, tus ojos, tus preciosos ojos, que nunca me vieron, tu nariz, que jamás me olió.
No pudimos hacer los deberes juntos, eso me da rabia, aquí todos los chicos dicen que sus mamas les ayudaban a hacer los deberes, pero no importa. Hecho de menos, el que nunca me taparas por las noches de invierno, y que no me contaras ningún cuento antes de ir a dormir, que dejaras la luz del pasillo encendida para que no sintiera miedo, mama, lo echo tanto de menos, quizás por no haberlo vivido nunca, por no haber llegado a sentirlo nunca…, pero no importa.
Te parecerá una tontería, encuentro a faltar el que no me vistieras por las mañanas antes de ir al colegio, mi me acompañaras a la escuela cogidos de la mano, como hacen las mamas con sus hijos, y que no me prepararas esos desayunos tan buenos que tu haces, y que jamás probé, y que jamás probaré.
Echo de menos los amigos que nunca tuve, y las horas en el recreo del patio, pero aquí se está bien, no te preocupes más por mí, querida mama porque yo estoy empezando a ser feliz aquí, tu lo serás pronto…, allí, eso, es lo que me consuela.
Echo de menos que no me pusieras el termómetro, cuando estaba enfermo, y aquellas guerras entrañables de almohadas donde tú eras la princesa y yo el príncipe que iba a rescatarse y salvarte de las garras del rey malo, montado en mi caballo, que era una escoba. Aquellas guerras de almohadas sobre la cama, saltando los dos como locos, riendo, siendo felices, pero que no hicimos y que nunca acababan, porque nunca empezaron. Encuentro a faltar, tu sonrisa, que jamás contemple, tu olor, que jamás percibí, tu cara, tu bonita cara, que jamás vislumbre. Y tu amor, que nunca…,
Mama, si algún día tengo un hermanito, házmelo saber, y háblale de mi, seguro que le gustará saber que tiene un hermano mayor, aunque yo siga siendo chiquitito, y esté aquí. Quiérele, quiérele mucho mama, como me has querido a mi, y cuídale, de la misma manera que lo hiciste conmigo, bueno…, el también será chiquitito y necesitará todo tu amor y tu cariño, mi amor…, ya lo tiene, por adelantado y para siempre.
No, mama, no creas que estoy llorando, es este ojo tonto que no para de darme la lata desde que he empezado a escribirte esta carta. ¿Los mocos?, no mama, son mocos sí, pero es que estoy resfriado, pero no lloro, de verdad que no lo hago, tú tampoco llores más, prométemelo querida mama.
No debes preocuparte más, aquí hay sitio para todos, esto es muy grande y no se pasa frío, ni hambre. Me han dicho, que algún día subirás a verme, lo espero con ansia, no te imaginas las ganas que tengo, entonces, solo entonces, cuando me hayas abrazado, y yo a ti, cuando me hayas cubierto con tus besos, los que nunca me diste, y yo a ti, cuando me hayas estrujado contra tu corazón, y yo a ti, cuando…., en fin mama, que te espero, no tardes. Soy chiquitito, tengo siete meses, y necesito a mi mama. Mi mama ha cometido errores, como todo el mundo, pero a mí, nunca me fallará, porque ella, ella me quiere y me echa de menos, porque sencillamente, ella es mi mama.

Firmado. Juan…, tu carga
Desde aquí,
El cielo

lunes, 17 de marzo de 2008

AMANDO LACUEVA: MENTE ATORMENTADA

AMANDO LACUEVA: MENTE ATORMENTADA

FELIZ NAVIDAD

FELIZ NAVIDAD

Arturo iba como siempre, con su abrigo viejo y mil veces remendado, sus gastadas y roídas alpargatas, su descuidada y recia barba salpicada de miles de ribetes plateados, su gorra de pana medio agujereada y sus pantalones recosidos.
Las calles estaban iluminadas por mil y una bombillas de múltiples colores, mientras los villancicos sonaban por los altavoces instalados en las calles. Los árboles, adornados con ciento y una guirnaldas y los copos de nieve que caían copiosamente sobre las calles atestadas de transeúntes y tráfico rodado. Pese al bullicio, el frío era intenso. Arturo se había olvidado su bufanda y se abofeteaba la cara para entrar en calor. Lo cierto era que el frío le había calado hasta los huesos sus dientes empezaban a castañetear.
Llevaba entre sus manos una pequeña bolsa de plástico, acaba de salir del supermercado, era noche buena, y su mujer le había pedido que comprara algunas cosas. Arturo estaba jubilado, y su pequeña paga era escasa, apenas le daba para vivir él y su mujer, pero esa noche era especial, esa noche era la víspera de navidad, y su mujer, su buena mujer, le había preparado una opípara cena a él y a los suyos.
Caminaba encorvado hasta el cruce de su casa, con sus pasos lentos y nerviosos fruto del parkinson. Se detuvo frente al semáforo para cruzar la calle, el disco se encontraba en rojo, cuando una mano se posó en su hombro. Arturo se giró y sonrió a su amigo. Se trataba de Lucas, el portero de su casa. Lucas también estaba jubilado, y vivía modestamente con su mujer, en el portal del edificio donde residía Arturo.
—¡Hombre Arturo!, todavía haciendo recados con este frio —saludaba sonriente.
—Mi mujer…, que se ha empeñado en tirar la casa por la ventana —decía mostrando la pequeña bolsa de víveres. Lucas arqueó las cejas, pero rápidamente disimuló.
—¿Y eso? —interpeló Lucas con restos de sorpresa en su rostro.
—Nada hombre —restaba importancia mientras se encogía de hombros—. Que esta noche, nos reunimos toda la familia.
—¿Toda? —Lucas volvió a mostrarse sorprendido mientras Arturo afirmaba con movimientos de su cabeza.
—Hasta el último. Mi hijo, Juan… ¿te acuerdas de Juan? —inquirió el jubilado.
—¡Pero hombre, Arturo!, ¿Cómo no me voy a acordar de tu hijo, Juan. Todos en el barrio nos acordamos de él —respondía con un amago de tristeza en su mirada. Sacudió la cabeza y tragó saliva mientras recordaba al joven—. ¡Qué chico el tuyo! —Decía con la voz quebrada por la nostalgia—. Siempre tan bueno, tan atento con todo y con todos. Dispuesto a echar una mano a quien lo necesitara…, si me acuerdo, me acuerdo mucho todos los días de él.
—Pues ya es un hombre —respondió Arturo con orgullo—. Se caso hace dos años y viene a que conozca a mi nieto —Lucas miró de hito en hito a su amigo, asombrado por las palabras de Arturo. Le tomó nuevamente por el hombro y lo estrujó contra él con enorme cariño.
—Eso…, eso sí que es estar de enhorabuena —balbuceaba acongojado, pero intentando disimular su aflicción.
—Y que lo digas. Antonia, lleva todo el día en la cocina preparando la cena.
—¿Antonia?
—Antonia, mi mujer. Lucas, te haces viejo —recriminó con una sonrisa a su amigo por no acordarse de su mujer.
—No, no, si se quien es Antonia. Pero… ¿Cómo has podido pensar que no sé quien es tu mujer.
—Me lo ha parecido.
—Vamos, hombre, no estoy tan viejo… ¿Y qué tenéis para cenar?
—¡Ah!..., eso es una sorpresa. Como viene mi hija con su marido. Ya sabes que su marido es cocinero —dijo bajando el tono de voz y susurrándole en el oído— Pues creo que la pobre se esta esmerando demasiado. Y luego… —dejó la frase inconclusa mientras se apresuraba a cruzar la calle. El semáforo había cambiado a verde.
—¿Si?
—Decía…, que luego a las doce, iremos todos a la misa del gallo.
—Si claro, como antes, eso es bueno. —Lucas estaba nervioso, hacía verdaderos malabarismos para no mostrar su creciente nerviosismo y congoja a su amigo—. La navidad, digo que la navidad, lo que tiene es que…
—¿Si? Creo que el frío te está haciendo llorar, no coordinas Lucas —recriminaba Arturo a su amigo.
—Que va, que va. Estoy, estoy perfecto. —Restó importancia mientras se limpiaba las débiles lágrimas con el reverso de su manga— Digo…, decía que la navidad tiene eso, que logra que las familias se reúnan. Los que viven lejos hacen largos viajes para reunirse con los suyos. Te, te envidio Arturo.
—Gracias Lucas, eres un amigo, sé que lo dices de corazón. Si lo hubiera pensado antes os hubiéramos invitado a ti y a tu mujer a cenar con nosotros. No creas que no se que estáis los dos solos.
—¡Que va!, quita, quita. Por nosotros no debes, no debéis preocuparos —rectificó rápidamente—, es más, soy yo quien debía haberte invitado a ti pero…
—Anda, anda, no digas tonterías. Con todos los que vamos a ser, no cabríamos, pero gracias —agradecía Arturo.
—Por cierto, si vas para casa —le indicaba Lucas—, pásate por la portería. Mi mujer te tiene preparado un regalo para esta noche. ¡Maldita cabeza la mía! —Se quejaba Lucas de su mala memoria—, menos mal que te he visto, si no, ni me hubiera acordado.
—Ves como te haces viejo —sonrió Arturo nuevamente.
—Si Arturo, viejo. Un pobre viejo, como tu, y con suerte por tener esta noche a mi mujer.
—Ya claro. Pues para allá voy.
—Entonces, te acompaño un trecho —decía tomándolo por el codo—. Yo continuare hasta la farmacia, ya sabes, medicinas y más medicinas.
—Qué me vas a contar a mí —respondió con autosuficiencia.
—Pues te veo, te veo muy bien —mintió Lo cierto era, que Arturo presentaba un aspecto más que lamentable.
—Naturalmente —Sonreía orgulloso, sacando pecho—es que no te lo he dicho todo.
—¿Ah no? Anda escupe viejo —dijo con cariño Lucas—, dime qué me escondes.
—Mi hermano —decía envuelto en un misterioso secretismo.
—¿Pedro…, tú hermano? —Casi se le escapó un gritito por la sorpresa.
—Je, sabía que te ibas a sorprender, nada, que nos ha llamado, y también viene a cenar —respondió con una mirada pícara—. El pobre como está solo.
—Pues esa, esa sí que es buena noticia —balbuceaba Lucas mientras notaba un enorme peso en el pecho y un nudo en su garganta que crecía y crecía por momentos.
—Lo que ignoro, es si querrá venir a la misa del gallo. Ya lo conoces, él con los curas no se lleva nada bien.
—Lo sé. Todavía me acuerdo cuando cogió el garrote de tu padre y lo rompió en los riñones de sacristán… —decía con la mirada perdida, recordando la escena— Qué tiempos aquellos —Exclamó. Lucas resopló y sacudió la cabeza. La presión en el pecho era mayor, y la congoja crecía con los recuerdos.
—No sabes la ilusión que tengo. ¡Mira!. Ahí tienes la farmacia. Yo voy a saludar a tu mujer.
—Si claro, luego, luego nos vemos, en la misa del gallo —aclaraba Lucas.
—Claro, por supuesto —se despedía Arturo de su amigo, mientras entraba en el portal de su casa.
Se dirigió hacia la puerta donde vivía Lucas con su mujer, y golpeó con la aldaba. La puerta se abrió al momento. Una anciana le espera sonriendo con un recipiente en las manos.
—Toma —dijo la mujer—. Sabía que eras tú. Lucas no está pero si quieres pasar un momento.
—No, no es necesario —Negaba—. Acabo de dejarlo camino de la farmacia. Ya te contará él —decía a la mujer envuelto en un halo de misterio— Tengo que subir a mi casa, porque hay mucho que hacer todavía.
—Claro Arturo. Ponlo en el microondas cinco minutos, no más.
—Descuida, descuida mujer, que ya sé cómo funciona.
—Entonces hasta mañana —se despedía
—Me ha dicho Lucas que nos veremos en la misa del gallo.
—Pues hasta la misa, Arturo —La mujer cerró la pesada puerta y Arturo quedó solo en el rellano.
El hombre subió jadeante por las empinadas escaleras. El edificio era muy antiguo y carecía de ascensor, menos mal que vivía en la primera planta. Llegó ante su puerta y extrajo la llave de uno de los bolsillos de su abrigo y abrió la puerta de su casa. La luz estaba apagada, pero Arturo no se sorprendió, al igual que del enorme frío que habitaba en su vivienda, un frío más helado que el de la calle. Su pensión no daba para tener la estufa de leña encendida todo el día. Accionó el interruptor de la luz. Una bombilla situada en el centro del pequeño salón se encendió y su débil luz taladró la oscuridad de la estancia. Sin quitarse el abrigo, se dirigió hacia la estufa de leña. Tomó un trozo de carbón y hábilmente encendió la estufilla. Se extrajo el abrigo y abrió la portezuela del brasero para echar otro trocito de carbón, mientras se frotaba las manos adheridas del frío, y las acercaba a la lumbre para calentarse. Cuando los trozos tomaron brío y las llamas sobresalían por la pequeña trampilla, tomó un gancho de hierro y la cerró.
Tomó el recipiente que le había regalado la mujer de Lucas y se dirigió con él al cuarto contiguo, era su pequeña cocina. Lo dejó encima de la mesa y volvió al comedor.
Empezó a abrir estanterías y a poner la mesa, contó mentalmente, mi hijo, mi hija, sus maridos, mi nieto, mi hermano, yo, mi mujer ocho, si en total serian ocho.
Tomó de los estantes la mejor cristalería de su mujer, pero desgraciadamente estaba corto de vasos y copas. Le sucedió lo mismo con la cubertería y la vajilla. Improvisó sobre la marcha hasta que con mucho trabajo logró que la mesa estuviera a punto. Luego acercó todas las sillas posibles de la casa. Iban a estar algo apretados, pero no importaba. El comedor todavía estaba frío, miró la espuerta donde guardaba el carbón, quedaban dos trozos, tomo uno y lo echó en la estufa, pronto el ambiente empezaría a caldearse.
Miró el reloj que descansaba en el mueble del comedor, eran las nueve, pronto empezaría a llegar su familia.
Con pasos indecisos revisó los estantes. Tomó la foto de su hijo, de su querido hijo, la contempló mudo, un largo instante con increíble dulzura. La acarició con sus temblorosas manos y después de darle un entrañable beso, la colocó encima de la mesa, junto a uno de los platos que acaba de colocar. Luego tomó la foto de su esposa, e hizo lo propio. Respiró hondo mientras sonreía sin dejar de acariciar la fotografía de su esposa. Luego, tras una breve pausa, alcanzó la de su hija, su preciosa y hermosa hija, siempre colgada de su cuello. Se giró, la foto de su hermano estaba en la estantería de al lado. Igualmente la tomó con dulzura, se recreó un largo instante, contemplándola en silencio, le dio un beso y al igual que el resto de las fotos, la dejo junto a otro de los platos.
Volvió a la cocina, puso el recipiente en el microondas y esperó cinco minutos. Salió con él al comedor y empezó a servir los platos, un cacito para cada uno, para el suyo no llegaba, pero no importaba, no tenía mucha hambre, con estar rodeado de su familia era suficiente.
Ya habían tocado las doce, y la iglesia se encontraba a rebosar. Lucas y su mujer aguardaban a Arturo en la puerta, pero Arturo no venía. Las doce y diez, la misa había empezado, pero Arturo continuaba sin aparecer. Las manecillas del reloj, avanzaban inexorables, las doce y veinte y de Arturo ni rastro.
Lucas miró nerviosamente a su mujer, ésta cerró los ojos y asintió, mientras una rebelde lágrima resbalaba por sus mejillas. Arturo levantó la cabeza y miró al cielo, ahogó un sollozo de impotencia, apretó con fuerza los puños hasta que sus nudillos se volvieron blancos y las uñas se le clavaron en la carne. Con los puños cerrados, golpeó colérico una y otra vez sobre la puerta de la iglesia, una y otra vez, como un autómata, hasta que su mujer hizo que parara. Lucas se dio la vuelta, hacia su esposa, apoyo su cabeza en el hombro de su compañera, y lloró, lloró en silencio…, Arturo, su amigo Arturo, estaba nuevamente con su familia, ya no vendría.

HOMBRES DE PAPEL

Hombres de papel



Las volutas de humo azul, nacían del cigarrillo que descansaba sobre el cenicero. La fumada había invadido el pequeño estudio donde Juan trabajaba jornadas eternas, inagotables. Lo tomó entre sus dedos, inhaló una profunda bocanada y acto seguido, expiró con deleite un chorro de humo sobre la pantalla de su ordenador. Volvió a dejar el cigarrillo sobre el cenicero, se repanchingó en su sillón y entrelazó los dedos de sus manos detrás de la nuca, a la vez que estiraba sus adormecidas piernas.
Miró la pantalla de su computadora, en él podía ver la última página de su recién acabada novela, y desde esa postura la releyó nuevamente, con tranquilidad, satisfecho y orgulloso con su obra.
Juan, después de soportar tanta tensión y un largo día de trabajo, se quedó dormido, o por lo menos, eso creía. ¡Naturalmente!, no podía ser otra cosa más que un sueño, si claro —se auto convenció—, evidentemente debía de ser eso:
Notaba como una mano voloteaba por la estancia apartando la cortina de humo de su cigarrillo. La persona que se peleaba con la fumada, no se lo pensó dos veces, y de forma decidida, sin solicitar autorización, tomó asiento frente a Juan, que le miraba entre sorprendido e indignado por la desfachatez y familiaridad mostrada por aquel desconocido. El individuo, apoyó con descaro los codos encima de la mesa de trabajo de Juan, no sin antes, apartar sin consideración alguna, un montoncito de papeles de su escritorio para hacerse hueco. Por supuesto que a Juan le había sobrevenido un enorme sobresalto que provocó que con su mano tirara el cenicero al suelo. Lo recogió entre exabruptos, preguntándose quién demonios sería su imprevista y maleducada visita. Era tarde y no esperaba a nadie, y menos a ese desconocido. Juan lo estudió con la mirada, desde luego no lo había visto nunca, sin embargo, algo en él le resultaba…, sumamente familiar.
—Mire usted, señor escritor —Dijo el hombre, sin preámbulo alguno, apoyando la barbilla sobre sus manos y contemplando a Juan fijamente y con desmesurado descaro— No me andaré por las ramas, e iré directamente al grano.
—¿Disculpe, señor…? —atajó Juan, sin embargo no obtuvo respuesta de su «invitado»—. Debe haberse confundido de despacho —Indicaba al hombre, mientras se reincorporaba de su sillón y rodeaba la mesa en dirección al desagradable individuo, con la intención de acompañarle hacia la salida de su despacho—. La oficina de los abogados es la puerta de enfrente, yo no suelo recibir visitas —dijo cortés, mostrando su mejor sonrisa.
Su visitante, con total descaro, no sólo obvió el gesto de Juan, que le invitaba amablemente a abandonar su despacho, si no que, apoyando las manos sobre el escritorio, se dio un leve impulso hacia atrás, y se distanció de la mesa de trabajo de Juan el espacio suficiente, como para posteriormente, alzar los pies y apoyarlos con total impunidad encima del escritorio. La indignación de Juan creció por instantes, la sangre se le acumuló en el rostro y fuera de sí le espetó con energía.
—¡Eh, usted! —Señalaba con su índice—. Si lo que desea es que llame a la policía, lo ha conseguido. ¡Pero!. ¿Cómo se atreve?
El hombre alzó la mano, deteniendo la airada réplica de Juan, y con un movimiento de su mentón le indicó que se tranquilizara y tomara asiento en su lugar. Juan no supo el motivo, pero aquellos ojos, aquel perfil y la actitud decidida de su visitante, le indicaron que si no quería problemas era mejor hacerle caso. Juan bordeó su propia mesa y tomó asiento delante del hombre mientras sus nerviosos dedos repiqueteaban encima del escritorio. Ambos se midieron con la mirada durante un segundo en el cual el silencio se podía cortar con un cuchillo y que a Juan, le pareció eterno. El hombre hizo una mueca de fastidio y sacó los pies de encima de la mesa.
—Mire señor escritor —Dijo finalmente el individuo— Está muy bien, que ustedes los escritores se crean dioses. En cierto modo lo son.
—No comprendo, ¿Quién es usted? —interrumpió Juan.
—¡Ah! —Exclamó el visitante con extrañeza—. ¿Pero es que no sabe quien soy? —Juan negó reiteradamente con movimientos de cabeza.
El hombre se levantó de su silla, puso las manos entrelazadas a su espalda y recorrió pensativo los pocos metros del despacho de Juan. Luego agarró la silla y bordeando la mesa, la situó a la izquierda del escritor y se sentó a su lado.
—Señor escritor, soy yo —Decía mostrando una cara cordial y llevándose la mano al pecho—, Luís.
—¿Luís? ¿Qué Luís? —Juan estaba desconcertado, la fisonomía le seguía resultando familiar, pero estaba convencido que no había visto nunca a aquél sujeto.
—¡Por amor de Dios! —Exclamó alzando las manos al cielo—. Luís Somoza…, el comisario.
Juan se puso pálido, miro la pantalla de su ordenador y luego a Luís, otra vez la pantalla y nuevamente a Luís. Ya decía que aquel perfil le resultaba familiar. Le señaló con el índice y empezó a abrir la boca, pero no emitía sonido ni palabra alguna. El hombre alzó las manos en señal de inocencia.
—Lo sé, lo sé, es difícil de creer, pero aquí me tiene, y por cierto, muy indignado, señor escritor.
—P. pero. ¿Esto, esto es una broma…, verdad? —Balbuceaba.
—Vamos, vamos, señor escritor, soy yo, y usted lo sabe. Luís…, el comisario —repetía con sonsonete mostrando una irónica sonrisa.
Juan miró alrededor, se pellizcó la cara y luego inquirió a su visitante.
—¿Estoy soñando? ¿Cierto? —Rió con cierto histerismo— Es un sueño, es un sueño —repetía en voz alta.
—Mire señor escritor, yo no entiendo de esas cosas. Sólo se que cuando uno duerme no habla, por lo menos no de forma consciente, y nosotros estamos hablando, mantenemos una conversación lógica, y de momento civilizadamente —Luís resopló, Juan no le facilitaba nada lo que tenía que exponerle—. Pero vayamos al motivo de mi visita. ¿Le parece?
—Bien, bien, por, por supuesto. —Luís asintió nada convencido sin dejar de pellizcarse la mejilla y repitiendo mentalmente como si de un mantra se tratara, que aquello no era real, solo un mal sueño.
—Señor escritor —insistía Luís, el «comisario»—. Le decía que estoy sumamente indignado con usted, y créame que utilizo un eufemismo, porque la verdad sería demasiado explosiva —Luís ladeó la cabeza y sonrió con ironía— Estaba a punto de resolver el caso, cuando me aportó de él —El rostro de Luís cambio y mostró su indignación a Juan—. No sólo me apartó de él sin motivo aparente, si no que va y se le ocurre que tenía que desaparecer por completo.
—Se refiere a… —Luís le interrumpió bruscamente.
—¡No me interrumpa! —Espetó con displicencia—, no he acabado.
—Disculpe —respondió dócilmente —Luís se reafirmó con un cabeceo.
—Bien —Se llevó la mano a la frente para preguntarse en voz alta— ¿Por dónde estaba? Ah si… Decía, que se le ocurrió la estúpida idea de que yo Luís Somoza, el mejor investigador criminal habido, después del renombrado y célebre Hércules Poirot, he de morir porque al caerme de la cama, tuve tal infortunio que me desnuqué al golpearme con el canto de la mesita de noche —apretó los labios y sacudió la cabeza— Podría haber sido más…, —buscaba la palabra adecuada—, más, más…, imaginativo, ¡joder!
—Bueno yo… —intentó disculparse Juan.
—¡Que se calle! —Soltó sin miramiento el tal Luís—. ¿Cómo ha podido hacerme eso? ¿Eh? —Decía dándole golpecitos intimidatorios con su índice sobre el pecho— ¿Cómo ha podido hacérmelo diga? —Juan no respondió, estaba abrumado y continuaba pensando que vivía un mal sueño— ¡Claro!, no responde porque no tiene explicación, lo suyo es un sinsentido absurdo.
«Sepa señor escritor, que usted me dio una vida, una familia y que mis hijos, el pequeño apenas tiene dos años —Al recordar a su hijo, una imperceptible lágrima resbalaba por la mejilla de Luís. Se la limpió con inusitada rapidez y continuó, en la esperanza de que Juan no lo hubiera observado—. Decía que mis hijos lloran desconsoladamente junto a su madre, mi mujer, por la pérdida de su padre — se levantó y cruzó los brazos sobre su pecho en actitud desafiante— ¿Le parece que actuó con corrección? ¿Se cree un ser supremo que puede decidir sobre la vida y la muerte de los demás? —Luís paseo nuevamente nervioso por el pequeño despacho, realizando una interrupción deliberada.
«No señor escritor, —gritó dándose la vuelta y provocando un respingo de Juan—. Usted —señalaba con su índice a Juan—, es un hombre normal y corriente, como yo, y no puede hacerme eso, no puede arrebatarme a mi familia, sin tener en cuenta mis propios sentimientos. ¿Sabe?, ¿sabe que mi mujer ha caído enferma? —No hubo respuesta, Juan le contemplaba en silencio, con la boca abierta—, que mi hijo mayor no se concentra en los estudios. Que mi hermano ha perdido su trabajo porque está constantemente deprimido, ¿sabe todo eso? ¿Se lo puede imaginar? —Luís sacudía la cabeza, desesperado.
«Total por una absurda idea suya. Claro —añadió con sorna—, tenía que dar mayor protagonismo a ese infeliz de Pedro, pero si no tiene idea de investigación criminalista. No sabe hacer la «O» con un canuto, pero por supuesto, él es fuerte, alto, guapo, no como yo; calvo y barrigón. ¿Qué sucede señor escritor, vende más lo atractivo y entupido que la seriedad y la inteligencia?, ¡claro! —Luís cruzó un brazo sobre su pecho y apoyó su codo sobre él, abrió la mano y se aguantó pensativo su barbilla—, debe ser eso —concluyó
—P. p. pero, si es una, una novela, una invención mía —Se llevó las manos a la cabeza— Esto, esto es un sueño. Juan despierta, despierta o se convertirá pronto en una pesadilla.
—¡Le he dicho que se calle! —gritó Luís, propinando un estruendoso puñetazo encima de la mesa— ¡Olvídese! de esa estupidez del sueño. Todo, señor escritor, todo es real, tan real como su hijo, su mujer y usted mismo, incluso su hermano y su cuñada. No existe diferencia alguna entre usted y yo —Juan negaba una y otra vez con la cabeza—. No hay contradicción alguna entre lo real y lo irreal.
«Yo estoy aquí, porque usted me creó, y estaré en la mente de todos y cada uno de sus lectores, cuando su novela se publique…, así que todos sus personajes son reales, no lo dude —decía apoyando sus puños sobre el escritorio e inclinándose peligrosamente hacia Juan—, con cargas familiares a cuestas —continuaba gritando—, con sentimientos, con deseos, con aspiraciones y ambiciones, con inquietudes, ilusiones, y sobre todo, en mi caso, con una familia, a la que adoraba, y ellos me adoraban. Y usted —señalo a Juan con un índice tembloroso, los ojos inyectados en sangre y las venas de sus sienes palpitando descompasadamente—, ¡cretino de mierda!, va y provoca mi muerte. ¡Inútil! es usted un verdadero inútil —insultaba fuera de sí.
«¿Cómo ha podido atreverse a dejar huérfanos a mis hijos? ¿Cómo se le ocurrió dejar viuda a mi mujer? —vociferaba con los puños apretados encima de la mesa— ¿Pensó acaso en las consecuencias de su acción? Y ahora… ¿Cómo y de qué van a comer? ¿Quién les va a mantener? ¿Acaso usted? —señalaba con su mano temblorosa—. No, claro que no, señor escritor, porque yo para usted, no soy nada. Pero si ni siquiera me ha reconocido —dijo despectivamente—, es usted lamentable, señor escritor, lamentable.
«Pues permítame que le diga, no es usted más que un hombre, débil como lo soy yo, cargado de miedos e indecisiones, inseguro de si mismo.
Juan no podía creer lo que estaba sucediendo. Quería despertar de aquel mal sueño, pero le resultaba imposible. No le había contado a nadie la trama de su novela, ¿Cómo era posible aquello? Se pellizcaba la mano y las mejillas de forma convulsiva, pero resultaba inútil. Luís continuaba delante de él, colérico, indignado, vociferando sin parar un instante. Juan se llevó las manos a los oídos, no estaba dispuesto a escuchar una sandez más por parte de Luís, de su creación de su personaje. Él era su creador, él podía, debía dominarle.
Juan se armó de valor, miró con determinación a Luís, y levantándose de su sillón vociferó, escupiendo sus palabras al rostro de su personaje, de su creación.
—¡Siéntate! y ¡cállate!, maldito! Tú sólo estás en mi mente, sólo eso. Vives si yo quiero, y mueres cuando me apetezca. Te crees un hombre, pero no lo eres, no eres ningún hombre, sólo en todo caso, un hombre de papel, un personaje de mi novela, de mi ficción fruto de mi invención —continuaba a voz en cuello— Y haré y dispondré de ti a mi antojo. Te mataré una y mil veces si fuera necesario, a ti y a tu familia entera, y luego, luego te resucitaré cuando me convenga, porque yo, yo soy tu dios.
—Efectivamente —asintió Luís ante la sorpresa de Juan—. Sólo, solo he venido a conocer una respuesta.
—¿Qué respuesta? —espetó Juan.
Luís enmudeció un instante, tragó saliva y disparó su angustia.
—¿Por qué? Señor escritor. ¿Por qué?
Juan meditó durante un pequeño intervalo su respuesta. Se dejó caer pesadamente sobre su sillón y se frotó sus párpados cansados. Luego miró a Luís. Luís desvió la mirada, no quería enfrentarse a la verdad, la verdad de lo absurdo que ya había intuido.
—Porque me ha interesado ¡Mierda!, simple y llanamente por eso —soltó a bocajarro al alicaído Luís.
—Entiendo, señor escritor —Dijo con timidez y la mirada perdida. Puso la silla en su lugar y se dirigió hacia la puerta de salida del despacho de Juan, el escritor, su creador. S
Sostenía el pomo entre sus manos, cuando el pitido del teléfono de Juan sonó. Juan miró el reloj de sobremesa eran las tres de la madrugada ¿Quién podría ser a estas horas? Levantó la tapa de su portátil, se trataba de una llamada oculta. Alzó la mirada con extrañeza, y se cruzó con los ojos de Luís, que todavía no había abandonado el despacho.
—¿No lo va a coger?, señor escritor —Inquirió Luís, con un hilo de voz.
—No —negó con autosuficiencia—. No se ha identificado, sea quien sea…, que se joda.
—Yo de usted, señor escritor, atendería esa llamada —Sugirió Luís a Juan—. Creo, creo que es del portavoz de su escritor —Juan prorrumpió en una sonora carcajada.
—Disculpe ¿de qué se ríe? —Preguntó Luís, perplejo por la reacción de Juan.
—Es que resulta usted muy gracioso —decía apretándose con fuerza el estómago, sin poder contener su risa.
—¿Gracioso?
—Mire, yo, yo —balbuceaba recobrando la serenidad—. Yo no tengo ningún escritor como usted, yo soy un hombre de verdad. Yo soy el escritor —dijo con soberbia, mientras Luís negaba con su cabeza, casi misericordiosamente.
—Amigo escritor, usted no ha entendido nada. Todos, absolutamente todos tenemos un escritor que escribe nuestros guiones. Usted también —asentía sus propias palabras—, créame. Atienda esa llamada.
Juan se lo quedó mirando nuevamente. Sin saber por qué, apretó el botón de aceptar.
—¿Si? —Inquirió a través del aparato.
—¿Juan? —la voz de la mujer que estaba al otro lado del aparato sonaba mortecina y nerviosa.
—¿Maria? —Inquirió reconociendo la voz de su cuñada, mientras se giraba en su sillón para tener más intimidad, debido a la presencia de Luís.
—Si —respondió con un gimoteo—. Si, Juan, soy yo —La mujer rompió a llorar, y el llanto desgarró el corazón de Juan. Algo no andaba bien. Juan se puso de pie, nervioso, muy nervioso.
—María, cálmate, cálmate —intentaba sosegar a su cuñada— y dime qué sucede.
—Una desgracia, Juan, algo terrible y… —María no acabó la frase, prorrumpió en un desconsolado llanto
—Tranquilízate, por favor, y dime qué sucede —solicitaba Juan.
—Pedro, tu hermano… —Nuevos lloros.
—Si ¿qué? —preguntó con el corazón saliéndosele del pecho.
—Se ha caído de la cama, y se ha desnucado con el canto de la mesita de noche yo, yo…
Juan lanzó un grito desgarrador, NO. No, repitió una y mil veces con un llanto desconsolado.
Las histéricas carcajadas de Luís le hicieron salir momentáneamente de su trance. Se sorbió los mocos y con la manga de su camisa se limpió las lágrimas que habían corrido por su cara.
Luís estaba en el dintel de la puerta, señalándole con su índice convulsivamente y riendo, riendo de una forma histérica.
Juan creyó entender, le preguntó con un hilo de voz, compungido por el dolor de la pérdida de su hermano:
—¿Por qué? ¿Por qué lo ha hecho?
Luís era incapaz de parar de reír, finalmente se tranquilizó.
—Por lo mismo que usted, señor escritor. Simplemente, porque me ha interesado. Y porque en esta vida querido escritor, todos los hombres…, somos de papel.

MENTE ATORMENTADA

Si contara, las cartas que no me fueron contestadas.
Los favores, que no han sido devueltos
Las manos, que no me fueron estrechadas.
Las miradas, que fueron retiradas.

Viviría una existencia amargada.

Si enumerara, los agravios infringidos.
Los desaires recibidos,
Los reproches aceptados,
Los sermones escuchados.

Mi mente estaría atormentada.

Si refiriera, los silencios restituidos
Los auxilios negados
Las suplicas acalladas
Los ruegos desoídos

Mi vida, seria un sinsentido.

Si nombrara, los amigos perdidos
Corazones destrozados
Ilusiones ahogadas,
Esperanzas enterradas.

Me encontraría agonizando.

Si explicara, los rezos ofrecidos
Los llantos derrochados
Las angustias padecidas
Las desazones soportadas

Mi aliento, habría expirado.

Si relatara, los desprecios acumulados
Las groserías tomadas
Los descaros soportados
Las quejas aguantadas.

Mi fe, se habría desvanecido.

Si narrara las excusas dadas
Los pretextos argumentados
Las evasivas obviadas
Las justificaciones injustificadas

Mi cansancio crecería.

Si describiera la ansiedad apoderada
La congoja atenazada
La incertidumbre inundada
Las angustias oprimidas

¿Serviría?

Si detallara los insomnios habidos
Las vigilias eternizadas
Los desvelos perseverados
Las ansiedades persistidas…

¿Entonces?...

¡Basta de promesas incumplidas! Que golpean mi mente atormentada.
Que producen, dolor inusitado,
Padecer incontrolado
Sufrir desmedido.

¡Basta de anhelos inalcanzables!

No más desaires tolerados
Mentiras benévolas
Compasiones indulgentes
Piedades compasivas.

Decid pues…

La verdad desgarradora
La veracidad lastimera
La franqueza virtuosa
La realidad devastadora.

Os lo imploro, os lo conmino, hablad…

¿De desilusiones? ¿De hastíos? ¿De cansancios?
¿De desalientos? ¿De postraciones? ¿Desánimos?

¡No!
¿Entonces?

No más mentiras
Fuera tanta farsa,
Que acaben lo disimulos
Y concluyan las quimeras.

…¿pero, y entonces?

Si no lo habéis entendido… ¡callad!