lunes, 17 de marzo de 2008

HOMBRES DE PAPEL

Hombres de papel



Las volutas de humo azul, nacían del cigarrillo que descansaba sobre el cenicero. La fumada había invadido el pequeño estudio donde Juan trabajaba jornadas eternas, inagotables. Lo tomó entre sus dedos, inhaló una profunda bocanada y acto seguido, expiró con deleite un chorro de humo sobre la pantalla de su ordenador. Volvió a dejar el cigarrillo sobre el cenicero, se repanchingó en su sillón y entrelazó los dedos de sus manos detrás de la nuca, a la vez que estiraba sus adormecidas piernas.
Miró la pantalla de su computadora, en él podía ver la última página de su recién acabada novela, y desde esa postura la releyó nuevamente, con tranquilidad, satisfecho y orgulloso con su obra.
Juan, después de soportar tanta tensión y un largo día de trabajo, se quedó dormido, o por lo menos, eso creía. ¡Naturalmente!, no podía ser otra cosa más que un sueño, si claro —se auto convenció—, evidentemente debía de ser eso:
Notaba como una mano voloteaba por la estancia apartando la cortina de humo de su cigarrillo. La persona que se peleaba con la fumada, no se lo pensó dos veces, y de forma decidida, sin solicitar autorización, tomó asiento frente a Juan, que le miraba entre sorprendido e indignado por la desfachatez y familiaridad mostrada por aquel desconocido. El individuo, apoyó con descaro los codos encima de la mesa de trabajo de Juan, no sin antes, apartar sin consideración alguna, un montoncito de papeles de su escritorio para hacerse hueco. Por supuesto que a Juan le había sobrevenido un enorme sobresalto que provocó que con su mano tirara el cenicero al suelo. Lo recogió entre exabruptos, preguntándose quién demonios sería su imprevista y maleducada visita. Era tarde y no esperaba a nadie, y menos a ese desconocido. Juan lo estudió con la mirada, desde luego no lo había visto nunca, sin embargo, algo en él le resultaba…, sumamente familiar.
—Mire usted, señor escritor —Dijo el hombre, sin preámbulo alguno, apoyando la barbilla sobre sus manos y contemplando a Juan fijamente y con desmesurado descaro— No me andaré por las ramas, e iré directamente al grano.
—¿Disculpe, señor…? —atajó Juan, sin embargo no obtuvo respuesta de su «invitado»—. Debe haberse confundido de despacho —Indicaba al hombre, mientras se reincorporaba de su sillón y rodeaba la mesa en dirección al desagradable individuo, con la intención de acompañarle hacia la salida de su despacho—. La oficina de los abogados es la puerta de enfrente, yo no suelo recibir visitas —dijo cortés, mostrando su mejor sonrisa.
Su visitante, con total descaro, no sólo obvió el gesto de Juan, que le invitaba amablemente a abandonar su despacho, si no que, apoyando las manos sobre el escritorio, se dio un leve impulso hacia atrás, y se distanció de la mesa de trabajo de Juan el espacio suficiente, como para posteriormente, alzar los pies y apoyarlos con total impunidad encima del escritorio. La indignación de Juan creció por instantes, la sangre se le acumuló en el rostro y fuera de sí le espetó con energía.
—¡Eh, usted! —Señalaba con su índice—. Si lo que desea es que llame a la policía, lo ha conseguido. ¡Pero!. ¿Cómo se atreve?
El hombre alzó la mano, deteniendo la airada réplica de Juan, y con un movimiento de su mentón le indicó que se tranquilizara y tomara asiento en su lugar. Juan no supo el motivo, pero aquellos ojos, aquel perfil y la actitud decidida de su visitante, le indicaron que si no quería problemas era mejor hacerle caso. Juan bordeó su propia mesa y tomó asiento delante del hombre mientras sus nerviosos dedos repiqueteaban encima del escritorio. Ambos se midieron con la mirada durante un segundo en el cual el silencio se podía cortar con un cuchillo y que a Juan, le pareció eterno. El hombre hizo una mueca de fastidio y sacó los pies de encima de la mesa.
—Mire señor escritor —Dijo finalmente el individuo— Está muy bien, que ustedes los escritores se crean dioses. En cierto modo lo son.
—No comprendo, ¿Quién es usted? —interrumpió Juan.
—¡Ah! —Exclamó el visitante con extrañeza—. ¿Pero es que no sabe quien soy? —Juan negó reiteradamente con movimientos de cabeza.
El hombre se levantó de su silla, puso las manos entrelazadas a su espalda y recorrió pensativo los pocos metros del despacho de Juan. Luego agarró la silla y bordeando la mesa, la situó a la izquierda del escritor y se sentó a su lado.
—Señor escritor, soy yo —Decía mostrando una cara cordial y llevándose la mano al pecho—, Luís.
—¿Luís? ¿Qué Luís? —Juan estaba desconcertado, la fisonomía le seguía resultando familiar, pero estaba convencido que no había visto nunca a aquél sujeto.
—¡Por amor de Dios! —Exclamó alzando las manos al cielo—. Luís Somoza…, el comisario.
Juan se puso pálido, miro la pantalla de su ordenador y luego a Luís, otra vez la pantalla y nuevamente a Luís. Ya decía que aquel perfil le resultaba familiar. Le señaló con el índice y empezó a abrir la boca, pero no emitía sonido ni palabra alguna. El hombre alzó las manos en señal de inocencia.
—Lo sé, lo sé, es difícil de creer, pero aquí me tiene, y por cierto, muy indignado, señor escritor.
—P. pero. ¿Esto, esto es una broma…, verdad? —Balbuceaba.
—Vamos, vamos, señor escritor, soy yo, y usted lo sabe. Luís…, el comisario —repetía con sonsonete mostrando una irónica sonrisa.
Juan miró alrededor, se pellizcó la cara y luego inquirió a su visitante.
—¿Estoy soñando? ¿Cierto? —Rió con cierto histerismo— Es un sueño, es un sueño —repetía en voz alta.
—Mire señor escritor, yo no entiendo de esas cosas. Sólo se que cuando uno duerme no habla, por lo menos no de forma consciente, y nosotros estamos hablando, mantenemos una conversación lógica, y de momento civilizadamente —Luís resopló, Juan no le facilitaba nada lo que tenía que exponerle—. Pero vayamos al motivo de mi visita. ¿Le parece?
—Bien, bien, por, por supuesto. —Luís asintió nada convencido sin dejar de pellizcarse la mejilla y repitiendo mentalmente como si de un mantra se tratara, que aquello no era real, solo un mal sueño.
—Señor escritor —insistía Luís, el «comisario»—. Le decía que estoy sumamente indignado con usted, y créame que utilizo un eufemismo, porque la verdad sería demasiado explosiva —Luís ladeó la cabeza y sonrió con ironía— Estaba a punto de resolver el caso, cuando me aportó de él —El rostro de Luís cambio y mostró su indignación a Juan—. No sólo me apartó de él sin motivo aparente, si no que va y se le ocurre que tenía que desaparecer por completo.
—Se refiere a… —Luís le interrumpió bruscamente.
—¡No me interrumpa! —Espetó con displicencia—, no he acabado.
—Disculpe —respondió dócilmente —Luís se reafirmó con un cabeceo.
—Bien —Se llevó la mano a la frente para preguntarse en voz alta— ¿Por dónde estaba? Ah si… Decía, que se le ocurrió la estúpida idea de que yo Luís Somoza, el mejor investigador criminal habido, después del renombrado y célebre Hércules Poirot, he de morir porque al caerme de la cama, tuve tal infortunio que me desnuqué al golpearme con el canto de la mesita de noche —apretó los labios y sacudió la cabeza— Podría haber sido más…, —buscaba la palabra adecuada—, más, más…, imaginativo, ¡joder!
—Bueno yo… —intentó disculparse Juan.
—¡Que se calle! —Soltó sin miramiento el tal Luís—. ¿Cómo ha podido hacerme eso? ¿Eh? —Decía dándole golpecitos intimidatorios con su índice sobre el pecho— ¿Cómo ha podido hacérmelo diga? —Juan no respondió, estaba abrumado y continuaba pensando que vivía un mal sueño— ¡Claro!, no responde porque no tiene explicación, lo suyo es un sinsentido absurdo.
«Sepa señor escritor, que usted me dio una vida, una familia y que mis hijos, el pequeño apenas tiene dos años —Al recordar a su hijo, una imperceptible lágrima resbalaba por la mejilla de Luís. Se la limpió con inusitada rapidez y continuó, en la esperanza de que Juan no lo hubiera observado—. Decía que mis hijos lloran desconsoladamente junto a su madre, mi mujer, por la pérdida de su padre — se levantó y cruzó los brazos sobre su pecho en actitud desafiante— ¿Le parece que actuó con corrección? ¿Se cree un ser supremo que puede decidir sobre la vida y la muerte de los demás? —Luís paseo nuevamente nervioso por el pequeño despacho, realizando una interrupción deliberada.
«No señor escritor, —gritó dándose la vuelta y provocando un respingo de Juan—. Usted —señalaba con su índice a Juan—, es un hombre normal y corriente, como yo, y no puede hacerme eso, no puede arrebatarme a mi familia, sin tener en cuenta mis propios sentimientos. ¿Sabe?, ¿sabe que mi mujer ha caído enferma? —No hubo respuesta, Juan le contemplaba en silencio, con la boca abierta—, que mi hijo mayor no se concentra en los estudios. Que mi hermano ha perdido su trabajo porque está constantemente deprimido, ¿sabe todo eso? ¿Se lo puede imaginar? —Luís sacudía la cabeza, desesperado.
«Total por una absurda idea suya. Claro —añadió con sorna—, tenía que dar mayor protagonismo a ese infeliz de Pedro, pero si no tiene idea de investigación criminalista. No sabe hacer la «O» con un canuto, pero por supuesto, él es fuerte, alto, guapo, no como yo; calvo y barrigón. ¿Qué sucede señor escritor, vende más lo atractivo y entupido que la seriedad y la inteligencia?, ¡claro! —Luís cruzó un brazo sobre su pecho y apoyó su codo sobre él, abrió la mano y se aguantó pensativo su barbilla—, debe ser eso —concluyó
—P. p. pero, si es una, una novela, una invención mía —Se llevó las manos a la cabeza— Esto, esto es un sueño. Juan despierta, despierta o se convertirá pronto en una pesadilla.
—¡Le he dicho que se calle! —gritó Luís, propinando un estruendoso puñetazo encima de la mesa— ¡Olvídese! de esa estupidez del sueño. Todo, señor escritor, todo es real, tan real como su hijo, su mujer y usted mismo, incluso su hermano y su cuñada. No existe diferencia alguna entre usted y yo —Juan negaba una y otra vez con la cabeza—. No hay contradicción alguna entre lo real y lo irreal.
«Yo estoy aquí, porque usted me creó, y estaré en la mente de todos y cada uno de sus lectores, cuando su novela se publique…, así que todos sus personajes son reales, no lo dude —decía apoyando sus puños sobre el escritorio e inclinándose peligrosamente hacia Juan—, con cargas familiares a cuestas —continuaba gritando—, con sentimientos, con deseos, con aspiraciones y ambiciones, con inquietudes, ilusiones, y sobre todo, en mi caso, con una familia, a la que adoraba, y ellos me adoraban. Y usted —señalo a Juan con un índice tembloroso, los ojos inyectados en sangre y las venas de sus sienes palpitando descompasadamente—, ¡cretino de mierda!, va y provoca mi muerte. ¡Inútil! es usted un verdadero inútil —insultaba fuera de sí.
«¿Cómo ha podido atreverse a dejar huérfanos a mis hijos? ¿Cómo se le ocurrió dejar viuda a mi mujer? —vociferaba con los puños apretados encima de la mesa— ¿Pensó acaso en las consecuencias de su acción? Y ahora… ¿Cómo y de qué van a comer? ¿Quién les va a mantener? ¿Acaso usted? —señalaba con su mano temblorosa—. No, claro que no, señor escritor, porque yo para usted, no soy nada. Pero si ni siquiera me ha reconocido —dijo despectivamente—, es usted lamentable, señor escritor, lamentable.
«Pues permítame que le diga, no es usted más que un hombre, débil como lo soy yo, cargado de miedos e indecisiones, inseguro de si mismo.
Juan no podía creer lo que estaba sucediendo. Quería despertar de aquel mal sueño, pero le resultaba imposible. No le había contado a nadie la trama de su novela, ¿Cómo era posible aquello? Se pellizcaba la mano y las mejillas de forma convulsiva, pero resultaba inútil. Luís continuaba delante de él, colérico, indignado, vociferando sin parar un instante. Juan se llevó las manos a los oídos, no estaba dispuesto a escuchar una sandez más por parte de Luís, de su creación de su personaje. Él era su creador, él podía, debía dominarle.
Juan se armó de valor, miró con determinación a Luís, y levantándose de su sillón vociferó, escupiendo sus palabras al rostro de su personaje, de su creación.
—¡Siéntate! y ¡cállate!, maldito! Tú sólo estás en mi mente, sólo eso. Vives si yo quiero, y mueres cuando me apetezca. Te crees un hombre, pero no lo eres, no eres ningún hombre, sólo en todo caso, un hombre de papel, un personaje de mi novela, de mi ficción fruto de mi invención —continuaba a voz en cuello— Y haré y dispondré de ti a mi antojo. Te mataré una y mil veces si fuera necesario, a ti y a tu familia entera, y luego, luego te resucitaré cuando me convenga, porque yo, yo soy tu dios.
—Efectivamente —asintió Luís ante la sorpresa de Juan—. Sólo, solo he venido a conocer una respuesta.
—¿Qué respuesta? —espetó Juan.
Luís enmudeció un instante, tragó saliva y disparó su angustia.
—¿Por qué? Señor escritor. ¿Por qué?
Juan meditó durante un pequeño intervalo su respuesta. Se dejó caer pesadamente sobre su sillón y se frotó sus párpados cansados. Luego miró a Luís. Luís desvió la mirada, no quería enfrentarse a la verdad, la verdad de lo absurdo que ya había intuido.
—Porque me ha interesado ¡Mierda!, simple y llanamente por eso —soltó a bocajarro al alicaído Luís.
—Entiendo, señor escritor —Dijo con timidez y la mirada perdida. Puso la silla en su lugar y se dirigió hacia la puerta de salida del despacho de Juan, el escritor, su creador. S
Sostenía el pomo entre sus manos, cuando el pitido del teléfono de Juan sonó. Juan miró el reloj de sobremesa eran las tres de la madrugada ¿Quién podría ser a estas horas? Levantó la tapa de su portátil, se trataba de una llamada oculta. Alzó la mirada con extrañeza, y se cruzó con los ojos de Luís, que todavía no había abandonado el despacho.
—¿No lo va a coger?, señor escritor —Inquirió Luís, con un hilo de voz.
—No —negó con autosuficiencia—. No se ha identificado, sea quien sea…, que se joda.
—Yo de usted, señor escritor, atendería esa llamada —Sugirió Luís a Juan—. Creo, creo que es del portavoz de su escritor —Juan prorrumpió en una sonora carcajada.
—Disculpe ¿de qué se ríe? —Preguntó Luís, perplejo por la reacción de Juan.
—Es que resulta usted muy gracioso —decía apretándose con fuerza el estómago, sin poder contener su risa.
—¿Gracioso?
—Mire, yo, yo —balbuceaba recobrando la serenidad—. Yo no tengo ningún escritor como usted, yo soy un hombre de verdad. Yo soy el escritor —dijo con soberbia, mientras Luís negaba con su cabeza, casi misericordiosamente.
—Amigo escritor, usted no ha entendido nada. Todos, absolutamente todos tenemos un escritor que escribe nuestros guiones. Usted también —asentía sus propias palabras—, créame. Atienda esa llamada.
Juan se lo quedó mirando nuevamente. Sin saber por qué, apretó el botón de aceptar.
—¿Si? —Inquirió a través del aparato.
—¿Juan? —la voz de la mujer que estaba al otro lado del aparato sonaba mortecina y nerviosa.
—¿Maria? —Inquirió reconociendo la voz de su cuñada, mientras se giraba en su sillón para tener más intimidad, debido a la presencia de Luís.
—Si —respondió con un gimoteo—. Si, Juan, soy yo —La mujer rompió a llorar, y el llanto desgarró el corazón de Juan. Algo no andaba bien. Juan se puso de pie, nervioso, muy nervioso.
—María, cálmate, cálmate —intentaba sosegar a su cuñada— y dime qué sucede.
—Una desgracia, Juan, algo terrible y… —María no acabó la frase, prorrumpió en un desconsolado llanto
—Tranquilízate, por favor, y dime qué sucede —solicitaba Juan.
—Pedro, tu hermano… —Nuevos lloros.
—Si ¿qué? —preguntó con el corazón saliéndosele del pecho.
—Se ha caído de la cama, y se ha desnucado con el canto de la mesita de noche yo, yo…
Juan lanzó un grito desgarrador, NO. No, repitió una y mil veces con un llanto desconsolado.
Las histéricas carcajadas de Luís le hicieron salir momentáneamente de su trance. Se sorbió los mocos y con la manga de su camisa se limpió las lágrimas que habían corrido por su cara.
Luís estaba en el dintel de la puerta, señalándole con su índice convulsivamente y riendo, riendo de una forma histérica.
Juan creyó entender, le preguntó con un hilo de voz, compungido por el dolor de la pérdida de su hermano:
—¿Por qué? ¿Por qué lo ha hecho?
Luís era incapaz de parar de reír, finalmente se tranquilizó.
—Por lo mismo que usted, señor escritor. Simplemente, porque me ha interesado. Y porque en esta vida querido escritor, todos los hombres…, somos de papel.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Es un gran relato, el principio e sun poco lentp pero al final mejora mucho. Me gusto su final.

Isabel Oliva dijo...

El relato en sí es muy bueno y tiene un temazo y transfondo impresionante pero su lectura es un poco tediosa por la extensión del mismo. No somos tontos. Nos repite las cosas y sobre todo, no nos importa las volutas del humo.
Si le quita unas cuantas palabras de paja, será uno de los mejores relatos que haya escrito en su vida.
Siento si le ofende mi comentario pero si quiere que diga la verdad, esto es lo que pienso. Es bueno pero muy, muy largo...

Isabel Oliva dijo...

Francamente es un buen relato y muy interesante pero, para mí, es lentísimo, demasiado largo, hay mucha paja (las volutas, las vueltas, las repeticiones innecesarias... -no somos tontos-).
Sería un grandioso relato si lo redujeras a lo esencial. Me paso la vida leyendo relatos y este lo he leído porque era tuyo pero me ha costado seguir y llegar, aunque desde luego, no me arrepiento en absoluto de haberlo leído.
Es bueno.